Pocas incógnitas
llevaban aparejadas las elecciones vascas y gallegas, y se han resuelto en consonancia
con los pronósticos previos. Poco terreno hay, entonces, para el análisis
cuantitativo minucioso que suele establecerse en estas ocasiones. La
trasposición de los datos al panorama de la política estatal da poco de sí.
Una cuestión sí
parece de interés, en relación con el bipartidismo imperfecto que nos
vemos obligados a soportar. A saber: el PSOE prolonga su declive, aún no irremediable,
y el fenómeno plural de las Mareas más Podemos mantiene las posiciones conquistadas
y queda comparativamente mejor que su aliado natural en la izquierda. En el
otro lado del hemiciclo, Ciudadanos no llega a los mínimos de representación y deja
todo el campo al PP, que ha sido capaz a pesar de todo de repetir la única mayoría
absoluta remanente en el panorama de las autonomías.
Todo conspira en
favor del partido alfa en el tablero estatal. Los populares salen reforzados
del trance, siquiera sea por defecto. Con toda probabilidad les bastaría
cambiar el candidato (Feijoo, incluso otro nombre cualquiera que aportara cierta
novedad, en lugar de Rajoy) y arrojar a los leones a Rita Barberá para
conseguir una investidura cómoda, con más apoyos directos y más abstenciones en
la cámara. El país está cansado de votaciones y de especulaciones sucesivas, y se
resignaría a un nuevo mandato conservador a la espera de una mayor sazón de las
izquierdas, perdidas hoy una de ellas en la rememoración de fastos pretéritos,
y la otra en experimentos de laboratorio mediático sobre cómo seducir a los votantes
(se trata, sí, de conseguir más votos, pero sobre todo de saber qué hacer con
ellos, y respecto de este peliagudo tema todavía no nos han dado pistas
suficientes).
En estas
circunstancias, el PP, por lo que he escuchado esta mañana a Andrea Levy, sigue
en las mismas. Insiste Levy en que es Sánchez quien bloquea la investidura,
quien debería ceder para facilitar un nuevo gobierno de Rajoy. «Nosotros no
hemos cambiado», alega, y ese es el problema principal. Ahogados en cuitas como
estamos, metidos en escaramuzas colaterales sobre sorpasos y visibilidades, el
único valor que podemos defender aún desde la izquierda es el No a la
resurrección de un Rajoy más putrefacto que Lázaro después de pasar tres días en la
tumba; el No a la impunidad de los corruptos, de ninguno de ellos pero con
mayor razón de los que utilizan el senado como trinchera; y el No a la actual
política de “posverdad”, en el tenor de lo que ayer publicaba Sol Gallego Díaz,
es decir, la negación desfachatada de las evidencias como elemento esencial
para fabricar un consenso social que no existe en la realidad.
La política seguida
por el gobierno actualmente en funciones nos está haciendo un daño terrible;
pero lo peor es el estilo marianista de hacer política, el de la mentira como
elemento de superación de las contradicciones. Las estadísticas manipuladas,
los reiterados éxitos mediáticos en la preservación de un estado del bienestar
que se deja hundir, la felicidad de unas pensiones cuyos fondos se saquean, los
índices de empleo que mes tras mes son los mejores que ha habido en años y
años, pero sin que el paro descienda por ello.
Con Rajoy no habrá
cambio, ni retorno posible a una democracia normativa, ni propósito de enmienda. Debería ser obligatorio,
en bien de la salud pública, que quienes predican la abstención en la
investidura incluyan una leyenda parecida a la que consta en las cajetillas de
cigarrillos: Ojo, el gobierno de Rajoy mata.