Todo empezó con una
humorada de Milton Friedman, en los años iniciales de la década de los setenta
del siglo anterior, el “siglo corto” por antonomasia. Friedman dijo que la
única obligación social de una empresa era conseguir unos beneficios lo más
elevados posible para sus accionistas. La dimensión social de la empresa, la
utilidad de su producción para un colectivo amplio de consumidores, la
generación de empleo en el corto, medio y largo plazo, el reparto proporcionado
de la plusvalía creada, eran música de gaitas gallegas o escocesas en la visión
del pensador de la escuela de Chicago.
Thatcher remachó la
suerte anunciando que la sociedad no existe, solo existen individuos en
competencia permanente entre ellos. Se desprendió así de golpe de valores intangibles
de tanta tradición y prestigio como la fraternidad, la cooperación, la
solidaridad y la puesta en común de bienes, experiencias y tradiciones. De
pronto, todo un tesoro colectivo inmemorial se convirtió en mercancía, en objeto
de compraventa en el mercado.
Si no existe la
sociedad, no existen derechos sociales. Algunos de tales derechos sociales
figuran en los bronces en los que han sido grabadas para siempre (¿para
siempre?) las cartas universales de los derechos y libertades; en consecuencia,
se ha producido un laborioso acarreo del concepto de “derecho social”, desde su
formulación inicial a otra definición vicaria, según la cual lo que era un
derecho colectivo, por ejemplo el de huelga, concebido como un instrumento para
el reequilibramiento entre dos fuerzas sociales desiguales y enfrentadas, se
convierte en una libertad individual, la de hacer o no huelga, similar a la de
ir o no ir a misa. Es decir, anclada en las creencias y las opciones
ideológicas particulares de cada alma recluida en su almario.
Desde esta interpretación,
arrastrar a la huelga a quien no desea hacerla es concebido como un delito
contra las libertades.
La interpretación
es un disparate que asesina de raíz la naturaleza social del derecho a la
huelga y su racionalidad instrumental. En la idea misma de la huelga está la
necesidad de su explicación y de su extensión. Puede discutirse sobre la
actuación de los piquetes, sobre sus dimensiones, sobre su carácter más o menos
pacífico y sobre la necesidad de un respeto exquisito hacia el mobiliario
urbano (que es también un bien común). Puede acudirse a una regulación general de
tales temas, aunque lo preferible será siempre la autorregulación. Pero en todo
caso los piquetes de explicación y de extensión son consustanciales al derecho
de huelga; no son accesorios suprimibles ni reprimibles, salvo en la medida en
que rebasen los límites impuestos a un comportamiento cívico.
De otra forma se desnaturaliza
el carácter social del derecho tipificado que los trabajadores por cuenta ajena
poseen, de parar la actividad laboral a fin de negociar con la contraparte para
reemprenderla en mejores condiciones. La huelga no es algo que aparece de
pronto ahí, convocada por marcianos, de forma que cada trabajador/ra es libre
de deliberar en conciencia si se adhiere o no a ella. Es un movimiento
colectivo surgido de abajo, concretado entre todos, dirigido de forma
democrática por un comité electivo surgido del consenso de una asamblea,
tendente a conseguir un resultado relacionado con las condiciones en las que se
desarrolla el trabajo, o con su remuneración. Es un derecho reconocido por todas
las grandes organizaciones internacionales, tabulado por así decirlo. Por más
que gobiernos como el que padecemos prefieran pasar de puntillas sobre tales cuestiones,
y simular la inexistencia de algo tan grosero, tan bárbaro, tan obsoleto en
unas relaciones laborales “modernas”.
El próximo mes de
noviembre tendrá lugar el juicio de Ricardo Vercher, delegado sindical del
Metro de Barcelona, por su presencia activa en un piquete de extensión de la
huelga, el 14 de noviembre de 2014. Será la hora de reivindicar que los
derechos sociales sí existen; que sí existen las clases sociales y los
conflictos entre ellas; y que es necesario habilitar cauces distintos a la
represión del más débil para encarar una política tendente a corregir las
desigualdades rampantes que nos afligen.