sábado, 10 de septiembre de 2016

ECOS DE LA DIADA


La última salida de Carmen y mía en Barcelona antes de tomar el avión para venirnos a Grecia, a una de tantas citas con nuestros nietos, fue la asistencia en el Saló de Cent a una conferencia de la doctora Carme Molinero sobre el doble sentimiento de clase y nacional que impregnó las grandes luchas obreras en los años de agonía de la dictadura franquista.
No he encontrado en la prensa digital informaciones sobre la conferencia; a pesar de que se situaba como un acto oficial en la celebración del 11 de Septiembre, y de que el Saló de Cent no es cualquier cosa; su rastro histórico abarca varios siglos, sus piedras centenarias y sus ornamentos imponen un respeto profundo; más aún, es una institución catalana que fue cercenada, como otras, en el marco de supresión generalizada de libertades que supuso la victoria borbónica.
Nada de ello importa a efectos de marketing. Hoy se recuerdan a todo trapo las palabras del recientemente fallecido Jordi Carbonell en Sant Boi 1976 (adonde no acudió solo), «que la prudencia no nos convierta en traidores», y tiende a olvidarse la combatividad, la imprudencia y el arrojo con los que una masa numerosa y consistente de trabajadores de la industria y los servicios conquistó la calle en aquel mismo año, en un momento crítico para una Cataluña inmersa en una España que forcejeaba para liberarse de los lazos de una dictadura que había querido dejarla atada y bien atada.
Los datos demográficos son elocuentes, y la doctora Molinero los recordó. Desde los años cincuenta la población catalana había crecido en más de un 70% (cito la cifra de memoria, pido excusas si el dato no es preciso) y la mayor parte del incremento respondía a población nueva inmigrada. La cifra de huelguistas en Cataluña aquel año superó la de toda España en los años anteriores. Hubo una lucha machacona en las fábricas que no se limitó a las reivindicaciones salariales sino que insistió en los tres principios assambleistes de la “llibertat, amnistía i estatut d’autonomia”, a los que se añadía un cuarto, lleno de sentido: la solidaridad activa con las luchas de todos los pueblos de España.
En aquella Assemblea de Catalunya estuvieron presentes de pleno derecho, con voz y voto por así decirlo, los sindicatos; yo mismo puedo dar fe, si faltaran tantos otros testimonios, porque asistí a alguna de sus sesiones, mandatado por la coordinadora local de Barcelona de CCOO.
La trascendencia ciudadana de las luchas obreras de aquellos años era inmensa. Carles Navales nos dejó páginas reveladoras sobre cómo la lucha obrera en la fábrica Elsa de Cornellà creó redes sociales “predigitales” muy espesas en las parroquias, en las asociaciones de vecinos, en los medios de comunicación locales, en el pequeño comercio de las barriadas obreras y en general en todo el tejido urbano. No fue la lucha aislada de una plantilla asalariada, sino la lucha común de toda una ciudad; la de un entorno de ciudadanía.
Quiero detenerme en esta cuestión. Algunos años después, Jordi Pujol – que debió en buena parte su libertad después de los actos del Palau, y la posición emblemática que tuvo siempre en la lucha antifranquista, a la actitud poco prudente y en nada traidora de personas inmigradas y de una clase social diferente a la suya, por ejemplo Cipriano García, según recordó con un gran sentido de la oportunidad la doctora Molinero – definiría como catalanes a todas las personas «que viven y trabajan en Cataluña». El doble ticket de inclusión no es baladí: no ya la vida, sino además el trabajo (el trabajo subordinado y heterodirigido, incluso; el trabajo no remunerado de las tareas del hogar y la atención a los familiares y las personas discapacitadas, también) fue considerado entonces timbre de pertenencia a una sociedad abierta y progresista.
Hoy ya no ocurre así. El trabajo ha perdido en el trasiego de las identidades y los maximalismos su vínculo íntimo con la ciudadanía y con los derechos que apareja.
Y sin embargo, fue ese mecanismo inclusivo el que fortaleció el catalanismo popular, el que lo arrebató a los cenáculos de puristas y lo plantó en la calle. Quienes veníamos de fuera en aquellos años lo hacíamos con el deseo de “pertenecer”, de formar parte de un país, de una tradición, de una sociedad; y con la intención de llevarlos adelante, tan adelante como fuera posible, sin prudencias desfasadas y sin traicionarnos tampoco a nosotros mismos, incluidos en ese “nosotros” los sentimientos y las tradiciones que habíamos incorporado en nuestros lugares de origen. El secreto de aquella intensa explosión de ciudadanía fue su novedad (se podía ser diferente en una España que había dejado de ser monótona y previsible) y su radical compatibilidad con las lenguas, las creencias, las culturas y los modos de vida de cada cual. Ciudadanía como crisol. Ciudadanía enmarcada en un concepto más elevado y solemne: la libertad.