La última salida de
Carmen y mía en Barcelona antes de tomar el avión para venirnos a Grecia, a
una de tantas citas con nuestros nietos, fue la asistencia en el Saló de Cent a
una conferencia de la doctora Carme Molinero sobre el doble sentimiento de
clase y nacional que impregnó las grandes luchas obreras en los años de agonía
de la dictadura franquista.
No he encontrado en
la prensa digital informaciones sobre la conferencia; a pesar de que se situaba
como un acto oficial en la celebración del 11 de Septiembre, y de que el Saló
de Cent no es cualquier cosa; su rastro histórico abarca varios siglos, sus piedras
centenarias y sus ornamentos imponen un respeto profundo; más aún, es una institución
catalana que fue cercenada, como otras, en el marco de supresión generalizada de
libertades que supuso la victoria borbónica.
Nada de ello
importa a efectos de marketing. Hoy se recuerdan a todo trapo las palabras del
recientemente fallecido Jordi Carbonell en Sant Boi 1976 (adonde no acudió
solo), «que la prudencia no nos convierta en traidores», y tiende a olvidarse la
combatividad, la imprudencia y el arrojo con los que una masa numerosa y
consistente de trabajadores de la industria y los servicios conquistó la calle
en aquel mismo año, en un momento crítico para una Cataluña inmersa en una España
que forcejeaba para liberarse de los lazos de una dictadura que había querido
dejarla atada y bien atada.
Los datos
demográficos son elocuentes, y la doctora Molinero los recordó. Desde los años
cincuenta la población catalana había crecido en más de un 70% (cito la cifra de
memoria, pido excusas si el dato no es preciso) y la mayor parte del incremento
respondía a población nueva inmigrada. La cifra de huelguistas en Cataluña
aquel año superó la de toda España en los años anteriores. Hubo una lucha
machacona en las fábricas que no se limitó a las reivindicaciones salariales
sino que insistió en los tres principios assambleistes
de la “llibertat, amnistía i estatut d’autonomia”, a los que se añadía un
cuarto, lleno de sentido: la solidaridad activa con las luchas de todos los
pueblos de España.
En aquella
Assemblea de Catalunya estuvieron presentes de pleno derecho, con voz y voto
por así decirlo, los sindicatos; yo mismo puedo dar fe, si faltaran tantos
otros testimonios, porque asistí a alguna de sus sesiones, mandatado por la
coordinadora local de Barcelona de CCOO.
La trascendencia
ciudadana de las luchas obreras de aquellos años era inmensa. Carles Navales nos
dejó páginas reveladoras sobre cómo la lucha obrera en la fábrica Elsa de
Cornellà creó redes sociales “predigitales” muy espesas en las parroquias, en las
asociaciones de vecinos, en los medios de comunicación locales, en el pequeño comercio
de las barriadas obreras y en general en todo el tejido urbano. No fue la lucha
aislada de una plantilla asalariada, sino la lucha común de toda una ciudad; la
de un entorno de ciudadanía.
Quiero detenerme en
esta cuestión. Algunos años después, Jordi Pujol – que debió en buena parte su
libertad después de los actos del Palau, y la posición emblemática que tuvo
siempre en la lucha antifranquista, a la actitud poco prudente y en nada
traidora de personas inmigradas y de una clase social diferente a la suya, por ejemplo
Cipriano García, según recordó con un gran sentido de la oportunidad la doctora
Molinero – definiría como catalanes a todas las personas «que viven y trabajan
en Cataluña». El doble ticket de inclusión no es baladí: no ya la vida, sino además
el trabajo (el trabajo subordinado y heterodirigido, incluso; el trabajo no remunerado
de las tareas del hogar y la atención a los familiares y las personas
discapacitadas, también) fue considerado entonces timbre de pertenencia a una
sociedad abierta y progresista.
Hoy ya no ocurre
así. El trabajo ha perdido en el trasiego de las identidades y los maximalismos
su vínculo íntimo con la ciudadanía y con los derechos que apareja.
Y sin embargo, fue
ese mecanismo inclusivo el que fortaleció el catalanismo popular, el que lo
arrebató a los cenáculos de puristas y lo plantó en la calle. Quienes veníamos
de fuera en aquellos años lo hacíamos con el deseo de “pertenecer”, de formar
parte de un país, de una tradición, de una sociedad; y con la intención de llevarlos
adelante, tan adelante como fuera posible, sin prudencias desfasadas y sin
traicionarnos tampoco a nosotros mismos, incluidos en ese “nosotros” los
sentimientos y las tradiciones que habíamos incorporado en nuestros lugares de
origen. El secreto de aquella intensa explosión de ciudadanía fue su novedad
(se podía ser diferente en una España que había dejado de ser monótona y
previsible) y su radical compatibilidad con las lenguas, las creencias, las
culturas y los modos de vida de cada cual. Ciudadanía como crisol. Ciudadanía enmarcada
en un concepto más elevado y solemne: la libertad.