En la medida en que
sea cierto que en democracia cada país tiene el gobierno que se merece, es
posible que a nosotros lo que nos ocurre ahora mismo es que no nos merecemos
ninguno.
La economía, en
cambio, dicen que está prosperando sin gobierno. Me parece muy discutible la
afirmación; nuestra economía sigue a flote en una situación de bonanza relativa
de la coyuntura, pero sin gobierno volverá a irse a pique a la que se presente
la primera marejadilla.
No ha ocurrido aún,
sin embargo, en este momento en el que todo parece sujeto a la ley del día de
la marmota, condenado a repetirse indefinidamente. Relumbran una vez más los
aceros en las esquinas del PSOE, y aparecen diversos signos de malestar en
otras formaciones de la izquierda. En la derecha, no. Se exige la dimisión de
Sánchez por los malos resultados electorales en Galicia y Euskadi, pero nadie
pide la cabeza de Rivera después de la obtención de un resultado inmaculado:
0,0. Eso quiere decir probablemente que los silogismos de la lógica no tienen el
mismo valor según la formación que los considera. Quizás, apurando el
argumento, significa que la lógica está ausente del quehacer político, con la
sola excepción de una lógica ancilar, ad
usum Delphini, o sea, para el uso de quien le aproveche.
Lo cual nos lleva a
la cuestión casi metafísica de la posibilidad de que la política sea un motor
que funciona en punto muerto, un engranaje libre que rueda en el vacío. Hay
varios indicios que apuntan en esa dirección:
Uno, la política-espectáculo, en la que el ciudadano
espectador da su voto a la mejor performance, sin identificarse a sí mismo ni a
sus opciones vitales con ninguna de las propuestas ofrecidas en el escaparate.
Dos, la creciente e
insoportable levedad del rol del estado en nuestras vidas. Roto el viejo pacto
social, el estado sigue exigiéndonos la misma carga de impuestos pero ha dejado
de cumplir las contrapartidas. Los impuestos ya no sirven para financiar los
servicios públicos, la sanidad, la educación, la vivienda, las pensiones. Para
todos esos fines el ciudadano ha de buscarse la vida (nunca mejor dicho) en el
terreno resbaladizo del negocio privado, porque lo público ya no pone ningún remedio
a sus necesidades. La política pasa entonces a configurarse como un quehacer sujeto
a las leyes generales del mercado, a la compraventa de bienes, servicios y
favores con la finalidad de obtener beneficios y cuadrar en positivo los
balances. La política-negocio ocupa y
da de vivir a un número considerable de personas, dentro y fuera de su propio
círculo (hay puertas giratorias para circular de dentro afuera, y viceversa), y
en cambio se desentiende de cualquier responsabilidad hacia la sociedad,
incluso hacia la fracción directamente política de esa sociedad, que es el
electorado.
Tres, se establece
a partir de ahí una política-imperativo absoluto,
en un sentido aproximadamente kantiano; es decir, como algo sin utilidad
inmediata, una superestructura que pesa sobre la sociedad y la oprime sin que
se sepa bien por qué. La política no sirve a la sociedad, antes bien es servida
por ella, y la razón de ese sinsentido no es ya explicable en términos
racionales sino más bien religiosos, como una especie de culto esotérico
propiciatorio.
Solo hay un
consuelo en este esquema desolador, y es que ahora las grandes crisis políticas
afectan solo a la esfera de la política. Lo que está ocurriendo en el PSOE, por
ejemplo, no repercutirá a la larga en las opciones de futuro de una izquierda sociopolítica
en trance de organizarse. Tendrán consecuencias en el mapa electoral, en la
composición de varios parlamentos, en los liderazgos personales de algunas
baronías. La sociedad en su conjunto permanecerá inmune ante tales seísmos,
porque desde el principio ha estado desconectada del baricentro profundo en el
que se generaron.