Ian Rankin ha
ganado el premio RBA de novela negra de este año. El premio es lo de menos, sabemos
bien la carga publicitaria de dudosa ley que acarrean los premios literarios muchas veces;
la buena noticia es que John Rebus, el policía jubilado oficialmente por su autor en 2007, cabalga
de nuevo en una aventura titulada “Perros salvajes”. Es la vigésima aparición
de Rebus en las librerías. Yo habré leído seis o siete de sus historias, y
correré a comprar la nueva, cuando aparezca. También he leído dos novelas de
Rankin sin Rebus: buenas historias, bien construidas, bien contadas. Solo un
defecto: Rebus no está en ellas.
Les pasó a Doyle
con Holmes y a Simenon con Maigret; los personajes podían más que sus
creadores. Agatha Christie decidió publicar la última aventura de Poirot
después de su propia muerte, para no tener que arrepentirse luego de haberlo
matado. Sucede con estos autores que, cuando no está el personaje para sostener
la historia, la historia deja de tener la misma autenticidad. No es que no nos
guste la trama, pero…
Rebus tiene una
leyenda detrás: la de un policía oscuro, violento en sus métodos, poco escrupuloso
en la diferenciación de los campos de la ley y el orden de un lado, y del otro en
la utilización de métodos extralegales para combatir el crimen o bien en
ocasiones extraordinarias, ¿por qué no?, llegar a soluciones pactadas con los
criminales. El ciudadano honrado sale ganando de todos modos, ¿no es así?
En una institución policial,
la de Edimburgo y alrededores, acomplejada por la urgencia de depurar sus
métodos y someter a un control riguroso a unos efectivos propios muy maleados,
Rebus es un incordio, un elemento cuya actividad en un caso criminal es
necesario supervisar con todo cuidado. Pero también es una mina de información,
un veterano con contactos preciosos en el mundo del hampa debidos al roce prolongado
con algunos de los principales capos de bandas criminales que mantienen sus
propias guerras intestinas. Y en último lugar, pero no el menor, es un hombre
que conoce los secretos de la “casa”, las historias que solo se airean en voz
baja en los pasillos; en consecuencia, potencialmente peligroso. Si se añade a
ello su condición de gran bebedor y su fama de bronquista irredento, resulta
que cada nuevo caso obliga a Rebus a moverse con diligencia en dos frentes: el principal,
que es el caso a resolver, y el colateral debido a los palos en las ruedas
puestos por sus propios superiores. Para moverse con cierta soltura en ese
terreno incierto, Rebus utiliza procedimientos oblicuos, tendentes a evitar los
choques directos y las trayectorias de colisión con las dos partes enfrentadas implicadas
en la trama.
Siobhan Clarke, una
bella agente que empieza por ser subordinada suya, y de ahí pasa a compañera y luego
a jefa directa o indirecta, le ayuda a soslayar las minas ocultas en campo
propio. Es inteligente, irónica, cómplice angelical de sus inspiraciones más diabólicas,
protectora eficaz en las numerosas ocasiones en las que Rebus necesita
protección. Entre los dos, resuelven casos notablemente complejos. La hoja de
servicios de Clarke suele salir beneficiada de ellos, mientras que la de Rebus,
no. El resultado a efectos de escalafón no les importa gran cosa a ninguno de
los dos, de todos modos.
Rankin quiso en
cierto momento de su carrera literaria dar el papel protagonista de sus historias a un tercer personaje,
Malcolm Fox, el controlador, el espía de las altas esferas, el profesional
intachable que sin embargo tiene también su lado oscuro. Pero el experimento no
salió bien, y Rebus, jubilado oficialmente por su autor en 2007, ha vuelto a lidiar
con nuevos casos imposibles, a través de diversos pretextos y con funciones
nunca especificadas con una claridad cristalina. Su carácter de investigador
oblicuo se ha reforzado por esa vía. Bienvenido sea su nuevo caso, y
bienvenido, aunque el asunto sea accesorio, el premio concedido a esta última
novela.