Dinamitando el puente sobre el
río Kwai (fotograma de la película)
Despegué de
Barcelona con la sensación confortante de que los puentes no estaban rotos: una
encuesta muy reciente señala que el 68% de los españoles prefiere el diálogo a
la mano dura en las relaciones Cataluña-España.
Nada más aterrizar
en Atenas me ha llegado la última propuesta de ERC, formulada antes incluso de
recibir la respuesta solicitada a sus bases: dinamita a los puentes. Para el
partido, el acuerdo de investidura pasa necesariamente por la exigencia de un
diálogo de igual a igual entre gobiernos,
no entre partidos. La presencia del president Quim Torra, que no milita en
ERC sino en los CDR, sería inexcusable en dicho diálogo suprainstitucional.
¿A qué juega ERC?
¿A qué viene ese prurito ya demasiado repetido de borrarse a sí misma en el
momento de la posibilidad de realización? Es tan permanente, tan al parecer
inevitable el coitus interruptus político
que les sobreviene con cada uno de sus sucesivos partenaires, que no cabe otro remedio que concluir que se trata de
una condición genética del invento.
No quieren ser
traidores, no quieren aparecer como traidores, en la mismísima “hora de los
traidores” a la patria, como señalaba yo anteayer que señala Javier Aristu. El
lugar de ERC en el mundo viene a ser un teresiano “vivo sin vivir en mí”; así
lo ha señalado López Bulla en el blog de aquí al lado. Él les califica de cagadubtes. Cierto, lo suyo es cagadubtismo elevado a la enésima
potencia, a condición existencial.
Como algo hay que
explicar a la parroquia, si más no porque la parroquia tiende a la impaciencia
después de tantas promesas de que ara és
l’hora, de que el objetivo está a
tocar, de que todo está previsto y programado y el resto va a ser solo un
paseíllo triunfal, los portavoces de ERC esgrimen su lealtad a la causa. Cierran los ojos para no ver las maniobras de Víctor Terradellas ofreciendo a Putin en nombre de
Puigdemont el reconocimiento de Crimea en contrapartida a la financiación de
la barbarie; omiten, en una palabra, que el dilema no es “independencia o
barbarie”, sino “diálogo o barbarie”, y que en ese dilema el equipo de combate Puigdemont-Torra ha elegido
ya la segunda alternativa.
Colocar a esa dupla
de friquis partidarios convencidos del heavy
metal al frente del “diálogo” con un Estado al que no reconocen, tanto si
es para la investidura como si es para una solución duradera del encaje
recíproco de las autonomías, es un piadoso encogimento de hombros ante una catástrofe
que se podría, pero no se quiere, evitar.