Va a resultar que nuestros
políticos no tienen mayor interés en gobernar. Lo que les pone de verdad, lo
que hace que la adrenalina les suba en flecha es el carrusel de las campañas, la
tumba abierta de los debates a cinco, el riesgo de la apuesta al todo o nada,
el subidón de ver la bolita de la ruleta electoral volando rauda hacia ¡ojalá! una
casilla roja, impar y manque.
«Van una
vicepresidencia, tres ministerios y políticas activas de empleo», pone Pablo rictus impasible al
colocar sus fichas con un golpe seco en la mesa. «Nosotros solos quizá con
algún independiente», replica Pedro con gesto medido y sobrio. «Más centrismo y
mano dura en guante de seda para los catalanes», se inclina sobre la mesa el
otro Pablo, desde el otro lado de la sala. «Regeneración y 155 por un tubo», apunta Alberto. «¡Maj Ejpaña y cátedra universitaria
de tauromaquia!», declara farruco el cuñao. «Rien ne va plus», canta con voz
impasible el crupier.
Y la bolita sale
disparada y empieza a girar. Una vez más.
Quim Torra, en
cambio, no quiere apostar; tiene alergia a unas nuevas elecciones en las que su
formación, según sondeos que jamás se harán públicos, oscila en una horquilla situada
a medio camino entre la irrelevancia y la catástrofe.
Pero su parsimonia
ante las urnas por siempre benditas y alabadas en el santoral del catalanismo pacífico y
festivo, no viene de ningún mensaje recibido en el camino de Damasco para que exhiba algún atisbo de interés por gobernar.
No. Es que tiene la perra de la república, y sigue encerrado con ese solo juguete,
esperando que los hados o las hadas se la pongan en el calcetín como un regalo
navideño. ¡Le haría tanta, tanta ilusión una república nueva de trinca!
No para hacer nada
con ella, no se equivoquen; solo para mirarla desde la ventana, entre los humos
de las hogueras y el zumbido de las pelotas de goma ilegales, y suspirar hondo:
¡tanta, tanta felicidad!