Manuel Campo Vidal con José
Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, en uno de los innumerables debates que
ha dirigido.
Mi tía Concha no se
habría perdido el debate de anoche. Hace muchos años que nos dejó, por
imponderables que ocurren, pero mientras habitó la madrileña casa familiar de
Menéndez Pelayo le encantaba sentarse en el sofá del saloncito para oír hablar
a los políticos de la democracia por la tele.
De joven había sido
guapísima, hay fotos que lo demuestran: buena estatura, buen tipo, perfil
aristocrático, ojos penetrantes, boca bien dibujada. Nunca se casó, sin embargo.
No me pregunten por qué. Ella decía: «Con mi media naranja, alguien se ha hecho
un refresco.» La guerra incivil dejó para vestir santos a muchas buenas mozas como
ella, pero no consideró el asunto como una tragedia personal. Fue tía
universal, en primerísimo lugar de mi prima Cuquín, después del prolífico clan
de los Rodríguez y por fin de todos los que la conocían.
Cuando hablaban los
políticos por la tele, se sentaba en compañía delante del aparato, y colocaba la
caja de los chiribitos al alcance de todas las manos congregadas.
Los chiribitos eran
fruta de sartén espolvoreada con azúcar glas, de una delicadeza etérea que se
deshacía en la boca. Mi tía Concha tenía mucha mano también para las
rosquillas, pero como ella misma reconocía “la rosquilla es más indigesta”. De
modo que en los días grandes de la política del país, lo que salía a la mesa
eran los chiribitos, metidos en una caja de lata de galletas a la antigua,
tuneada por ella misma con ringorrangos de papeles de colores recortados y
pegados sobre la tapa.
Mi tía tuvo en vida
una predilección especial por Adolfo Suárez. Los demás políticos de la democracia
no le hicieron el mismo tilín; ni Fraga, un energúmeno que para no dejar hablar
a los demás se atropellaba en lo que decía; ni Felipe González, del que no se
fiaba porque tenía un discurso enredado y “se iba por las ramas”; ni José María
Aznar, porque se callaba lo que no le convenía decir.
Pero les escuchaba
a todos, dejando de vez en cuando que se le deshiciera en la boca uno de
aquellos chiribitos celestiales. Y sacaba conclusiones propias acerca de todo.
Ahí está la razón
por la que me ha venido a la memoria, después del debate de anoche. Cuando era
ya muy mayor, le pregunté cuál le había parecido mejor, en un debate estrella
entre González y Aznar, en 1993, aquella época bronca del “váyase señor
González”. Y me contestó sin dudarlo, a bote pronto:
─ El mejor, Campo Vidal, dónde va a dar.