Sostiene Santiago
Abascal ─y lo ha sostenido en un debate público, no en la barra de su bar de
elección, donde tiene boquiabiertos con sus luces a los peripatéticos parroquianos
del petit matin, expresión que los
franceses utilizan para denominar esa hora incierta de la madrugada en que los
elefantes se tiñen de rosa─, sostiene, digo, Abascal en debate público televisado,
que las autonomías cuestan al Estado noventa mil millones de euros, y que
pronto será necesario elegir entre autonomías y pensiones.
Pasemos por alto el
hecho de que las autonomías no “cuestan” nada al Estado porque “son” Estado,
según la Constitución. Suponer que un Estado verticalizado ahorraría más dinero
y generaría menos burocracia es, por decirlo de forma sobria, demasiado
suponer. Todos tenemos presente el recuerdo de un Estado no tan lejano en el
que incluso los sindicatos eran verticales y la burocracia resultaba asfixiante
en todos los ámbitos de la vida. Todo eran colas en las ventanillas, y siempre se
necesitaba un sello más para dar curso a una gestión, o bien lo que faltaba era
el imprescindible certificado de buena conducta sustanciado por el párroco del
lugar, el cual figuraba también en nómina de la interminable burocracia estatal.
La idea de que
aquello fue una edad de oro y de que entonces los pensionistas nadaban en la
abundancia es prácticamente privativa de Abascal; no hay mucha gente más que la
comparta.
Pero yendo al meollo
de la propuesta abascaliana, se desprende de la misma otro hecho innegable: si
suprimiendo las autonomías el Estado dispondría de noventa mil millones extra
para sus gastos, por qué no suprimir además las pensiones y disponer de ciento
ochenta mil millones de la misma tacada. Para gastarlos en lo que al Estado le
apetezca; preferentemente en fondos de reptiles para premiar a los tertulianos
con más labia. Se habría llegado entonces al sursum corda, y dado una estocada
mortal no solo a la inmigración delincuente sino a los yayoflautas, esos
moscardones verdes siempre bombardeando a las personas de bien con pejigueras.
El Mundo, La
Vanguardia y La Razón dan a Vox como ganador del debate de la otra noche, según
leo en otro órgano de información. Según se mire. Los demás candidatos optaron
por no polemizar con Abascal, debido a razones varias y también porque cada
cual contaba celosamente los minutos de que disponía para colocar sus propios
mensajes, elaborados con precisión milimétrica por equipos de asesores
generosamente pagados.
Según cálculos míos
de elaboración propia, el asesoramiento a las plataformas electorales hecho por
paneles de expertos en sociología, politología y electorología, viene a costar
a los partidos, en los últimos tiempos, unos noventa mil millones de euros
anuales, euro más euro menos, que son sufragados con dinero público vía
subvenciones. Afirmo en consecuencia, desde esta tribuna pública, independiente
e inasequible al desaliento venga de donde venga, que si suprimiéramos todas las
expertises electorales golosamente
remuneradas dispondríamos de fondos públicos suficientes para mantener con holgura
tanto las autonomías como las pensiones.
Átenme esa mosca
por el rabo.