jueves, 10 de julio de 2014

LA CENTRALIDAD DEL TRABAJO

Quienes abogamos por la recuperación de la centralidad del trabajo en el quehacer político de nuestras izquierdas, lo tenemos crudo. Un botón de muestra del estado real de la cuestión puede ser la tercera entrega de la larga reflexión de Javier Aristu (1) en torno al libro La tercera república, del joven dirigente de Izquierda Unida Alberto Garzón. Garzón no sitúa el trabajo en el centro de su preocupación ni de su agenda política; deja el problema ubicado con apresuramiento en un lugar accesorio en relación con su gran propuesta para una renovación de la democracia. Ahora bien, no tengo la impresión de que Garzón sea un marmolillo al que haya que inculcar las cuatro letras en la mollera a fuerza de palmetazos. Muy al contrario. El problema tiene que estar situado en otra esfera, y mucho me temo que lo he localizado. Alberto Garzón es joven, sencillamente.

Bueno, sencillamente no, supongo que hacen falta más explicaciones. Vamos a ellas. Para un sindicalista, y más aún si (como me ocurre a mí) es un sindicalista de cierta edad, la centralidad del trabajo es algo que cae por su propio peso. No hace falta convencerlo, está ya convencido. El trabajo es su mundo, el mundo que le rodea por los cuatro costados. Y lo mismo puede decirse del trabajador con cultura de fábrica, jubilado o a pique de jubilarse: del hombre que empezó su vida laboral como aprendiz, adquirió un oficio o al menos un know-how, ascendió a una categoría reconocida en un convenio, y lleva impreso de forma permanente su oficio y su historial de trabajo en el DNI y en el ADN. Pero ese ya no es el mundo que han encontrado los jóvenes en el momento de acceder al mercado de trabajo. Las cosas ahora son muy diferentes. Y cuando las cosas son diferentes, no puede esperarse que las personas permanezcan iguales.

Una persona es un proyecto de vida; incorpora a lo que ya es en el momento presente un futuro previsto y unos medios inmediatos o mediatos, poseídos ya o por adquirir, con los que se propone conquistar ese futuro previsto. Ocurre que, en un recodo del camino, para los jóvenes el futuro laboral se ha convertido en un país extraño, para expresarlo con el título de un libro emblemático del profesor Josep Fontana. Un país sin vías practicables de acceso, situado fuera del alcance de cualquier expectativa razonable. Si muchos jóvenes como Alberto Garzón prescinden del factor trabajo en su diseño del futuro, es porque antes el trabajo ha prescindido de ellos, los ha acantonado en un espacio de precariedad, de descalificación, de desvalor y de aleatoriedad.

Iginio Ariemma, en el libro que está traduciendo para nosotros José Luis López Bulla (2), sintetiza del modo siguiente la visión de Bruno Trentin sobre la revolución de la producción que ha supuesto el post-fordismo (un término que Trentin prefería evitar, dicho sea de pasada): «… predomina la inversión inmediata, por razones financieras y especulativas, con relación a la de larga duración, lo que modifica completamente las relaciones entre accionistas y management, y en ese conterxto aumenta la diferencia entre la precariedad y la descualificación y la necesidad de una formación continua y permanente del trabajador y el crecimiento de la calidad del trabajo frente a los procesos tecnológicos cada vez más rápidos.»  

Un cambio como el que describe Trentin tiene consecuencias de todo tipo. Para empezar, en las relaciones entre los accionistas y el management: el cortoplacismo de las inversiones significa la supresión radical de las expectativas de futuro de la empresa y la pérdida de su proyección. Inversión a corto plazo quiere decir réditos urgentes, y en consecuencia renuncia a cualquier sacrificio temporal de rentabilidad en aras a un objetivo lejano, bien se trate del I+D+i, del prestigio de la marca o del valor del capital humano, todos esos intangibles que habían puesto en pie un modo de producción basado en la defensa de la calidad y de la permanencia tanto del producto como del trabajo. El manager es sacrificado en el altar del beneficio urgente por un accionista que exige su libra de carne.

Pero entonces también cambia la relación entre el manager y la plantilla de trabajadores asalariados. La calidad del trabajo deja de contar, la profesionalidad no es ningún requisito exigible, no hay ni tiempo ni dinero para la formación continua y permanente, se externalizan todas las fases de la producción posibles, se imponen plazos, condiciones y precios a la baja, y todo el universo del trabajo heterodirigido se degrada.

De rebote, la degradación del trabajo repercute a su vez en la conciencia que el trabajador tiene de sí mismo y del lugar que ocupa en el mundo. Esta cuestión, de una importancia imposible de soslayar, fue abordada en el libro La corrosión del carácter  por el sociólogo británico Richard Sennett. Un dato curioso: La città del lavoro de Bruno Trentin apareció en 1997, y la obra de Sennett la siguió como un eco lejano, en 1998. Su tesis principal puede resumirse con la transcripción de algunos párrafos de la contraportada: «Vivimos en un ámbito laboral de transitoriedad y proyectos a corto plazo. Pero en la sociedad occidental, en la que “somos lo que hacemos” y el trabajo siempre ha sido considerado un factor fundamental para la formación del carácter y la constitución de nuestra identidad, este nuevo escenario laboral puede afectarnos profundamente, al atacar las nociones de permanencia, confianza en los otros, integridad y compromiso, que hacían que hasta el trabajo más rutinario fuera un elemento organizador fundamental en la vida de los individuos y, por consiguiente, en su inserción en la comunidad.»

El desastre que vivimos estaba, por tanto, perfectamente anunciado desde hace tres lustros. ¿Es factible, entonces, evaluados ya los estragos producidos en nuestras sociedades occidentales por la orgía de codicia a que se han entregado los capitalistas anónimos de todas las latitudes, volver las cosas a su quicio y recuperar el futuro, un futuro digno con cara y ojos, a partir de la centralidad del trabajo? Lo tenemos crudo, como he dicho al principio. Al pesimismo de la razón habremos de oponerle el optimismo de la voluntad.