Es mejor dejar claras las cosas desde el principio: estoy a
favor de la tercera república. O sea, de que venga, y venga para quedarse. Sí o
sí. Espero haber sido lo bastante rotundo. Y añado que no me refiero sólo a la
institución de la monarquía, que tiene difícil justificación desde cualquier
ángulo que se mire, sino a la república como forma de entender la política y la
convivencia. Es decir, como conjunto de actividades referidas a aquello que
interesa al común, y en cuya gobernanza todos participan de forma activa.
Estoy a favor de acercar a la calle la esfera de la política,
que parece alejarse cada vez más del suelo, como un globo aerostático que ha
soltado amarras y arroja lastre por la borda; de combatir tanto el
transfuguismo como el carrerismo que contaminan el oficio de la política; de
convertir el parlamento en una gran caja de resonancia de la opinión pública;
de airear todas las opiniones, todas las cuestiones que interesan al común, sin
tabúes ni vetos; de someter a votación, en cada ámbito, lo que en ese ámbito
preciso importa e interesa. Cuenten conmigo para todo eso.
A partir de estas afirmaciones, me veo obligado a añadir que no
participo de la corriente de opinión que afirma que a la democracia le ocurre
lo mismo que a la grasa corporal, que hay una buena y una mala. Algunos
entienden que hemos de estar a favor de una democracia directa o sustantiva, y
aborrecer la democracia procedimental o representativa. Perdonen, no veo
diferencia entre ambas; me parecen dos aspectos de una misma cosa. Suscribo la
perplejidad que expresa Carlos Arenas en el artículo que vengo comentando desde
hace dos días (1): ante posturas que parecen abocarnos al vacío, me parece
sensato refugiarme en el déja
vu y trabajar para cambiarlo
desde dentro.
En el déja vu incluyo tanto los modos muchas
veces autistas, o peor aún, prevaricadores, del quehacer de nuestros
parlamentarios, como las rutinas y los vicios de sus grandes protagonistas,
nuestros partidos políticos. Veo que funcionan mal, francamente mal, pero no
les veo recambio. Suprimirlos me parece el consabido ejercicio de arrojar por
el balcón el niño con el agua sucia de la palangana. La república que anhelo
habría de suponer una regeneración a fondo de toda la vida pública, no un
cambio de las formas procedimentales que dan sentido, coherencia y equilibrio a
las instituciones de la democracia representativa. Entiendo que esos
procedimientos son transparentes por naturaleza, y reflejan con fidelidad no
una bondad o maldad intrínseca, sino los rasgos y las maneras de quienes los
utilizan. Y como dijo el clásico: «Arrojar la cara importa, que el espejo no
hay por qué.»
Defender la democracia, sin adjetivos, debe formar parte de los
buenos usos de la república. Porque, tal como lo dejó escrito Norberto Bobbio (en Eguaglianza e libertà, Einaudi, Turín 1995, traducción
mía), «… una sociedad
democrática está regulada de tal manera que los individuos que la componen son
más libres y más iguales que en cualquier otra forma de coexistencia.» Y el viejo maestro añadió algo todavía
más hermoso, la expresión de un ideal al que deberíamos adherirnos con toda
nuestra fuerza y nuestra convicción: «La
democracia es subversiva. Es subversiva en el sentido más radical de la
palabra, porque, allí donde florece, subvierte la concepción tradicional del
poder, una condición tan tradicional que ha llegado a ser considerada natural:
la que asume que el poder – ya sea político o económico, paternal o sacerdotal
– desciende siempre de lo alto.»
(continuará)