martes, 22 de julio de 2014

LA DEMOCRACIA ES SUBVERSIVA

Es mejor dejar claras las cosas desde el principio: estoy a favor de la tercera república. O sea, de que venga, y venga para quedarse. Sí o sí. Espero haber sido lo bastante rotundo. Y añado que no me refiero sólo a la institución de la monarquía, que tiene difícil justificación desde cualquier ángulo que se mire, sino a la república como forma de entender la política y la convivencia. Es decir, como conjunto de actividades referidas a aquello que interesa al común, y en cuya gobernanza todos participan de forma activa.

Estoy a favor de acercar a la calle la esfera de la política, que parece alejarse cada vez más del suelo, como un globo aerostático que ha soltado amarras y arroja lastre por la borda; de combatir tanto el transfuguismo como el carrerismo que contaminan el oficio de la política; de convertir el parlamento en una gran caja de resonancia de la opinión pública; de airear todas las opiniones, todas las cuestiones que interesan al común, sin tabúes ni vetos; de someter a votación, en cada ámbito, lo que en ese ámbito preciso importa e interesa. Cuenten conmigo para todo eso.

A partir de estas afirmaciones, me veo obligado a añadir que no participo de la corriente de opinión que afirma que a la democracia le ocurre lo mismo que a la grasa corporal, que hay una buena y una mala. Algunos entienden que hemos de estar a favor de una democracia directa o sustantiva, y aborrecer la democracia procedimental o representativa. Perdonen, no veo diferencia entre ambas; me parecen dos aspectos de una misma cosa. Suscribo la perplejidad que expresa Carlos Arenas en el artículo que vengo comentando desde hace dos días (1): ante posturas que parecen abocarnos al vacío, me parece sensato refugiarme en el déja vu y trabajar para cambiarlo desde dentro.

En el déja vu incluyo tanto los modos muchas veces autistas, o peor aún, prevaricadores, del quehacer de nuestros parlamentarios, como las rutinas y los vicios de sus grandes protagonistas, nuestros partidos políticos. Veo que funcionan mal, francamente mal, pero no les veo recambio. Suprimirlos me parece el consabido ejercicio de arrojar por el balcón el niño con el agua sucia de la palangana. La república que anhelo habría de suponer una regeneración a fondo de toda la vida pública, no un cambio de las formas procedimentales que dan sentido, coherencia y equilibrio a las instituciones de la democracia representativa. Entiendo que esos procedimientos son transparentes por naturaleza, y reflejan con fidelidad no una bondad o maldad intrínseca, sino los rasgos y las maneras de quienes los utilizan. Y como dijo el clásico: «Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué.»

Defender la democracia, sin adjetivos, debe formar parte de los buenos usos de la república. Porque, tal como lo dejó escrito Norberto Bobbio (en Eguaglianza e libertà, Einaudi, Turín 1995, traducción mía), «… una sociedad democrática está regulada de tal manera que los individuos que la componen son más libres y más iguales que en cualquier otra forma de coexistencia.» Y el viejo maestro añadió algo todavía más hermoso, la expresión de un ideal al que deberíamos adherirnos con toda nuestra fuerza y nuestra convicción: «La democracia es subversiva. Es subversiva en el sentido más radical de la palabra, porque, allí donde florece, subvierte la concepción tradicional del poder, una condición tan tradicional que ha llegado a ser considerada natural: la que asume que el poder – ya sea político o económico, paternal o sacerdotal – desciende siempre de lo alto.»

(continuará)