jueves, 3 de julio de 2014

UN REFORMISTA REVOLUCIONARIO

Bruno Trentin no creía en la revolución, por lo menos en una revolución concebida como un proceso de cambio rápido, drástico y expeditivo: en una vuelta de la tortilla, según la imagen popular. Tampoco habría creído – es una suposición mía, en todo caso – en la mayor eficacia de la velocidad digital sobre la analógica en los procesos de transformación social. Fue un reformista convencido, un hombre de propuestas y no de imposiciones, de integración y de consenso, atento siempre a la eficacia de los movimientos colectivos y nunca al brillo individual; un hombre convencido de que sólo los cambios moleculares en el abajo de la sociedad y la transformación de la cantidad en calidad debida a la lenta acumulación de fuerzas sociales con un sentido de progreso, podían proporcionar la solidez y el respiro suficiente para conquistar posiciones permanentes en el arriba, en el puente de mando de la sociedad y de la política.

Ser reformista no equivale a creer en la bondad de una política cualquiera basada en reformas, sin especificar. Trentin era un reformista exigente. Contaba con una hoja de ruta precisa: la libertà viene prima, y luego la transformación del trabajo, el acceso de todos a la cultura, la ampliación y el robustecimiento de los derechos de ciudadanía. Al fondo quedaba el poder político, el problema del Estado. En su hoja de ruta estaba marcado también el Estado, pero en el final del trayecto, no en el principio mismo. Para Trentin, colocar el Estado en primer término, como atajo para conseguir un vuelco de la tortilla por decreto, era un error imperdonable.

En este punto, como en otros, Trentin seguía a Antonio Gramsci. Hay un pasaje muy conocido de losCuadernos donde Gramsci baraja dos temas clave de su pensamiento político, la importancia de la hegemonía y la revolución pasiva. Es este: «En la política de los moderados aparece claramente que puede y debe haber una actividad hegemónica incluso antes de llegar al poder, y que no se tiene que contar sólo con la fuerza material que da el poder para ejercer una dirección eficaz; precisamente la brillante solución de estos problemas [por parte de los moderados, se entiende] ha posibilitado el Risorgimento en las formas y con los límites que ha tenido, sin “terror”, como “revolución” sin “revolución”, o sea, como “revolución pasiva”, por utilizar una expresión de Cuoco en un sentido un poco distinto del que él le da.» (La traducción es de Manuel Sacristán; la aclaración entre corchetes, mía.)

En el sentido propiamente gramsciano, recordémoslo, la revolución pasiva resulta del bloqueo de una situación potencialmente revolucionaria cuando ni el bloque representante de lo antiguo ni el de lo nuevo consiguen hegemonizar el proceso. Lo que ocurre entonces es un acomodo, una reconstitución de las clases sociales dentro de un nuevo orden capitalista. En el Risorgimento italiano, la revolución pasiva desembocó en el cavourismo, que atrajo a su órbita a buena parte de los intelectuales del Partido de Acción, en un fenómeno político peculiar al que Gramsci dio el nombre de «transformismo». El propio Gramsci recuerda el regocijo cuartelero con que el rey Víctor Manuel presumía de tener «en el bolsillo» a Garibaldi.

La posibilidad de una nueva revolución pasiva asoma varias veces en los escritos de Trentin. En La ciudad del trabajo señala una crisis de identidad de la izquierda muy anterior a la quiebra del socialismo real. Una parte de la izquierda, argumenta, sigue fiel con «devoción atávica» a una imagen revolucionaria ideológica que ya no tiene correspondencia en la realidad; otra parte se orienta al «pragmatismo de la gobernabilidad», a tejer alianzas y compromisos no para promover reformas, sino para mantenerse a flote y medrar en el marasmo de lo existente. Y sin embargo, la quiebra del fordismo, la recomposición del capitalismo financiero, la irrupción imparable de la novedad tecnológica, abren espacios inéditos para que la clase obrera, ella misma en profunda mutación, luche por una nueva hegemonía. Es en ese contexto de perspectivas abiertas y de indeterminación, en el que evoca la posibilidad sombría de una revolución pasiva. Reproduzco una cita de La ciudad del trabajo, que Iginio Ariemma incluye en el estudio sobre La sinistra de Trentin que está traduciendo López Bulla: «La izquierda debe liberarse de la cultura fordista, desarrollista y taylorista en la que se empeñó desde hace tiempo. Si no lo hace estará definitivamente condenada a sufrir una segunda revolución pasiva más grande y de una mayor duración de aquella que lúcidamente analizó Antonio Gramsci en los años veinte». 


He dicho antes que Trentin fue un reformista exigente. Gilles Martinet lo incluyó en un grupo de autores que, desde posiciones heterodoxas tanto en el campo comunista como en el socialista, desarrollaron a partir de los años sesenta análisis novedosos sobre los cambios en el capitalismo (lo que pronto se etiquetaría bajo el nombre de neocapitalismo) y en la composición y las expectativas de la clase obrera. Martinet los llamó «reformistas revolucionarios» y cita entre ellos, además de Trentin, a Pietro Ingrao, Lelio Basso, Riccardo Lombardi y Vittorio Foa. Buena compañía.