Bruno Trentin no creía en la revolución, por lo menos en una
revolución concebida como un proceso de cambio rápido, drástico y expeditivo:
en una vuelta de la tortilla, según la imagen popular. Tampoco habría creído –
es una suposición mía, en todo caso – en la mayor eficacia de la velocidad
digital sobre la analógica en los procesos de transformación social. Fue un
reformista convencido, un hombre de propuestas y no de imposiciones, de
integración y de consenso, atento siempre a la eficacia de los movimientos
colectivos y nunca al brillo individual; un hombre convencido de que sólo los
cambios moleculares en el abajo de la sociedad y la transformación de la
cantidad en calidad debida a la lenta acumulación de fuerzas sociales con un
sentido de progreso, podían proporcionar la solidez y el respiro suficiente
para conquistar posiciones permanentes en el arriba, en el puente de mando de
la sociedad y de la política.
Ser reformista no equivale a creer en la bondad de una política
cualquiera basada en reformas, sin especificar. Trentin era un reformista
exigente. Contaba con una hoja de ruta precisa: la libertà viene prima, y luego la transformación del
trabajo, el acceso de todos a la cultura, la ampliación y el robustecimiento de
los derechos de ciudadanía. Al fondo quedaba el poder político, el problema del
Estado. En su hoja de ruta estaba marcado también el Estado, pero en el final
del trayecto, no en el principio mismo. Para Trentin, colocar el Estado en
primer término, como atajo para conseguir un vuelco de la tortilla por decreto,
era un error imperdonable.
En este punto, como en otros, Trentin seguía a Antonio Gramsci.
Hay un pasaje muy conocido de losCuadernos donde
Gramsci baraja dos temas clave de su pensamiento político, la importancia de la
hegemonía y la revolución pasiva. Es este: «En
la política de los moderados aparece claramente que puede y debe haber una
actividad hegemónica incluso antes de llegar al poder, y que no se tiene que
contar sólo con la fuerza material que da el poder para ejercer una dirección
eficaz; precisamente la brillante solución de estos problemas [por parte de los moderados, se
entiende] ha posibilitado el
Risorgimento en las formas y con los límites que ha tenido, sin “terror”, como
“revolución” sin “revolución”, o sea, como “revolución pasiva”, por utilizar
una expresión de Cuoco en un sentido un poco distinto del que él le da.» (La traducción es de Manuel Sacristán;
la aclaración entre corchetes, mía.)
En el sentido propiamente gramsciano, recordémoslo, la
revolución pasiva resulta del bloqueo de una situación potencialmente
revolucionaria cuando ni el bloque representante de lo antiguo ni el de lo
nuevo consiguen hegemonizar el proceso. Lo que ocurre entonces es un acomodo,
una reconstitución de las clases sociales dentro de un nuevo orden capitalista.
En el Risorgimento italiano, la revolución pasiva desembocó en el cavourismo,
que atrajo a su órbita a buena parte de los intelectuales del Partido de
Acción, en un fenómeno político peculiar al que Gramsci dio el nombre de
«transformismo». El propio Gramsci recuerda el regocijo cuartelero con que el
rey Víctor Manuel presumía de tener «en el bolsillo» a Garibaldi.
La posibilidad de una nueva revolución pasiva asoma varias veces
en los escritos de Trentin. En La
ciudad del trabajo señala una
crisis de identidad de la izquierda muy anterior a la quiebra del socialismo
real. Una parte de la izquierda, argumenta, sigue fiel con «devoción atávica» a
una imagen revolucionaria ideológica que ya no tiene correspondencia en la realidad;
otra parte se orienta al «pragmatismo de la gobernabilidad», a tejer alianzas y
compromisos no para promover reformas, sino para mantenerse a flote y medrar en
el marasmo de lo existente. Y sin embargo, la quiebra del fordismo, la
recomposición del capitalismo financiero, la irrupción imparable de la novedad
tecnológica, abren espacios inéditos para que la clase obrera, ella misma en
profunda mutación, luche por una nueva hegemonía. Es en ese contexto de
perspectivas abiertas y de indeterminación, en el que evoca la posibilidad
sombría de una revolución pasiva. Reproduzco una cita de La ciudad del trabajo, que Iginio Ariemma incluye en el
estudio sobre La sinistra de Trentin que está traduciendo López Bulla: «La izquierda debe liberarse de la
cultura fordista, desarrollista y taylorista en la que se empeñó desde hace
tiempo. Si no lo hace estará definitivamente condenada a sufrir una segunda
revolución pasiva más grande y de una mayor duración de aquella que lúcidamente
analizó Antonio Gramsci en los años veinte».
He dicho antes que Trentin fue un reformista exigente. Gilles
Martinet lo incluyó en un grupo de autores que, desde posiciones heterodoxas
tanto en el campo comunista como en el socialista, desarrollaron a partir de
los años sesenta análisis novedosos sobre los cambios en el capitalismo (lo que
pronto se etiquetaría bajo el nombre de neocapitalismo) y en la composición y
las expectativas de la clase obrera. Martinet los llamó «reformistas
revolucionarios» y cita entre ellos, además de Trentin, a Pietro Ingrao, Lelio
Basso, Riccardo Lombardi y Vittorio Foa. Buena compañía.