Empecemos por la fe de erratas, de gazapos más bien. El menos
trascendente: una amiga argentina me avisa de que el tero al que se refería
Martín Fierro no es exactamente un ave andina, su hábitat se extiende
prácticamente por toda la
América meridional, incluso es la mascota de la selección de
rugby de Uruguay, que malamente puede ser considerado un país andino. Tomo nota
y rectifico.
El otro gazapo, más serio, ha sido el de dar por buena la
confesión de Jordi Pujol y creer que escondía en Andorra bienes privados, no
públicos. Por las informaciones más recientes, existen cuanto menos dudas muy
serias de que sea así. Lo constato, a todos los efectos. Sigue en pie la
conclusión que señalaba yo en aquel texto: lo relevante en un político no son
sus vicios privados sino los públicos, y por ellos se le debe juzgar. Sigue en
pie también mi consideración global del personaje: no desciende en mi estima
porque lo cierto es que, antes de la noticia, ésta era ya muy baja.
Dicho lo cual, observo que la pretensión de Pujol durante tantos
años de identificarse con Catalunya, ha creado escuela. El País publica en
lugar muy destacado un artículo de opinión firmado por Francesc de Carreras. Es
una colección de mentiras, empezando por el título: claro que hubo chistes sobre
Jordi Pujol. Quizá no en los ambientes que frecuentaba Carreras, pero respondo
de que los hubo.
No es eso lo grave. Reducir la realidad compleja y plural de
Catalunya en los últimos treinta y cinco años al relato de un delirio
soberanista del político que más negoció, dialogó, cambalacheó, pasteleó, pactó
abiertamente o en secreto, con el poder central, es una milonga tan grande como
el propio relato pujolista sobre las esencias incorruptibles de una nación
milenaria. Ahora que ha comenzado la representación pública y gratuita de la
pasión y muerte en cruz del ex molt honorable, alguien habrá de cuidarse de
preservar la memoria histórica de este país. Y la verdad.