martes, 15 de julio de 2014

LA DIALÉCTICA DE LA SOLIDARIDAD

El duelo por la muerte de Fernando Soto, uno de los míticos padres constituyentes de nuestras Comisiones Obreras encausados en el Proceso 1001 de la dictadura, ofrece una perspectiva razonable para medir la distancia entre el sindicato que fue y el que es, entre el proyecto original y el trayecto recorrido. ¿Alguna cosa, además de Fernando y tantos otros compañeros que nos han dejado, alguna cosa más ha desaparecido o ha cambiado hasta hacerse irreconocible en estos años? Contamos para resolver ese interrogante, gracias a José Luis López Bulla que sigue empeñado en la traducción del estudio de Iginio Ariemma, con una vara de medir externa, una especie de metro de platino iridiado capaz de reflejar con exactitud nuestros progresos o retrocesos en ese duro itinerario. Me refiero a la propuesta de un “sindicato de los derechos” expuesta por Bruno Trentin en la conferencia programática de la CGIL en Chianciano, abril de 1989. Los lectores interesados, que deberían ser muchos, encontrarán referencias abundantes al tema en el sitio http://theparapanda.blogspot.com.  

En la construcción de Trentin, la vida social es un despliegue dialéctico que parte de la libertad de la persona y se proyecta hacia su autorrealización. Persona, en esta concepción, no es lo mismo que individuo. El individuo está aislado en medio de la multitud; la persona es en sí misma un nudo complejo de relaciones, vive en función de otros y es ella misma indispensable para la vida de otros. Las personas están unidas entre sí y a través de las generaciones por un cemento peculiar que da cohesión al conjunto. Ese cemento es la solidaridad. Como ha recordado Alain Supiot, el término solidaridad remite a “solidez”, a cohesión. Frente al Leviatán, como lo llamó Hobbes, o la “máquina” del Estado en expresión de Bakunin, el individuo está aislado e inerme, y en cambio, para utilizar una formulación clásica, un pueblo unido jamás puede ser vencido.

El imperio de la ley no es algo inamovible y dogmático; es también dialéctico. Algo tan básico lo ignoran una cincuentena de intelectuales que acaban de firmar un bodrio manifiesto pidiendo a Rajoy que aplique el rigor de la ley a las intentonas secesionistas de Mas. Entre esa cincuentena se encuentra José María Fidalgo, y eso es especialmente preocupante porque Fidalgo forma parte del trayecto de las CCOO, de nuestra historia. El rigor de la ley fue aplicado en 1973 a diez sindicalistas que ejercían un derecho de reunión que la ley en cuestión no reconocía. Se les impusieron por ello entre veinte y doce años de prisión. Lo que luego sucedió debería hacer reflexionar a Fidalgo. Y del hecho de que se abriera un periodo de transición y cambiaran de forma radical los consensos, las leyes y las formas de gobierno, es fácil deducir que todo lo que la transición puso en marcha no es tampoco inamovible, no es dura lex cincelada en mármoles para los siglos de los siglos. Toda síntesis alcanzada en un proceso dialéctico genera con el correr del tiempo su antítesis, y ésta exige una síntesis nueva superadora de la anterior. “Síntesis” es lo opuesto a “imposición unilateral”, por descontado. Pero tampoco se alcanza una síntesis cerrando el paso al diálogo.

Me he desviado de mi argumento. Hablábamos del sindicato de los derechos y, en el pensamiento de Trentin, los derechos no están dados, no se reparten graciosamente a la multitud desde la torre del homenaje, como los panes y los peces de una distribución milagrosa. Los derechos se conquistan desde abajo. Y las conquistas no son eternas, sino peligrosamente reversibles. Las leyes cambian (¿o es que no lo vemos? Están cambiando todos los días, y para peor.) La única garantía de los derechos sociales y de ciudadanía es la cohesión social, o dicho de otra forma, la solidaridad. Uno de los vehículos más importantes de esa solidaridad arraigada en el fondo de la sociedad, es el sindicato. La solidaridad ha de ser precisamente una de las funciones capitales del sindicato, y esa característica excluye de raíz la idea misma de un sindicato para los trabajadores (exterior a ellos) y, con mayor razón, la de un sindicato sólo para los afiliados. El sindicato nace de abajo, de la cohesión social, y a partir de ahí construye su autonomía (que debe amoldarse, pero no someterse ciegamente, al imperio de las leyes). La autonomía, finalmente, es necesaria para poner a punto un sindicato que sea instrumento eficaz de emancipación social, es decir de autorrealización.

Un equívoco particular, muy extendido hasta hace pocos años, acerca de la solidaridad, consiste en localizarla – en una especie de delegación – en los servicios y las instituciones del llamado Estado social. El equívoco consiste en imaginar que esos admirables servicios e instituciones son por naturaleza una providencia universal, atemporal y sempiterna. Ni siquiera la fragmentación social cada vez más profunda, la extensión de los egoísmos y las reacciones corporativas y xenófobas más estrechas, y la misma quiebra estrepitosa del Estado social, han conseguido modificar esa percepción. ¡Cómo, no faltaba más! ¡Ni un paso atrás! Que el Estado siga ocupándose de lo que nosotros nos vamos desentendiendo.


Y así seguimos reclamando el fuero, el cascarón vacío de una providencia estatal, mientras damos por perdido el huevo, a saber la centralidad del trabajo como elemento vertebrador de la sociedad, y la solidaridad como cemento que mantiene la cohesión y ejerce de plataforma de despegue de nuevos derechos y conquistas sociales.