Sostiene Alberto Garzón, en su reciente libro La tercera República, que la transición de los años 1975-78
«fue una simple
adaptación del régimen franquista a un modelo autoritario disfrazado de
democracia». A partir de esa consideración, reclama un nuevo proceso rupturista
que ponga las cosas en su sitio. No es el primer caso, desde luego, de
reinterpretación sumaria del proceso de transición a la democracia española a
partir de materiales historiográficos de segunda mano altamente sospechosos de
parcialidad o de llevar el agua a su molino. Frente a
la transición reelaborada ad hoc por los think
tanks del PP o por la ufanía
del profesor de derecho laboral señor Olivencia, que nos fue presentado por Javier Aristu («la transición la hice yo en las aulas de
la universidad sevillana»), no son de extrañar conclusiones apresuradas de
joder, en menudo callejón nos metieron.
No es mi intención entrar en debate con
Garzón, sino comentar la «alternativa republicana» propuesta por Carlos Arenas,
a la que me refería en la entrada de ayer. Pero una cosa lleva a la otra. Para
despejar el camino a una alternativa republicana es necesario seguir un hilo
conductor, y ese hilo pasa, por ejemplo, por el reexamen de la transición y del
estado del bienestar. Por ese orden.
En efecto, España es una anomalía en la
historia de las instituciones del welfare. Dice Carlos Arenas (1):«El Estado
del Bienestar entró en crisis cuando el sistema fordista de producción
masiva reventó las costuras de cada uno de los mercados nacionales,
estableciéndose una dura pugna entre países por ocupar o defender cuotas del
mercado global. Esa pugna hizo insostenible el modelo de consenso
keynesiano-fordista de posguerra.» Suele
situarse esa crisis a principios de los años ochenta, cuando empieza a crecer
de modo imparable la influencia de la “desregulación” neoliberal propugnada al
alimón por Reagan y Thatcher. Pero en España no existió ningún «consenso
keynesiano-fordista de posguerra». Franco murió en 1975, la Constitución data de
1978 y Felipe González alcanzó el poder en 1982. La edad de oro del welfare
español empezó justamente en el momento en que el sistema entraba en crisis en
el resto de los países europeos occidentales. También fue ese el momento en que
el sindicalismo democrático alcanzó en España su expresión más completa y
acabada, la confederalidad. Un ejemplo más de la ley de Murphy asociada a
nuestro país, aquí la tostada siempre cae por el lado de la mantequilla: no
tuvimos una primera revolución industrial, la segunda nos pilló a trasmano con
una guerra civil por medio, y la crisis del fordismo ha destrozado sin
contemplaciones un tejido aún incipiente de industrias con concentraciones
altas o medianas de una fuerza de trabajo que en tiempos fue, con todo, la que
propició el auge del nuevo sindicalismo y el triunfo de la democracia a través
de una transición que, desengañémonos, no fue modélica, sino cargada con todas
las connotaciones de lo que Gramsci denominó una “revolución pasiva”.
La revolución pasiva, dice Gramsci, se
produce a partir del bloqueo de una situación potencialmente revolucionaria,
cuando ni las fuerzas de progreso ni las de la reacción consiguen hegemonizar
el proceso. Una situación de este tipo suele desembocar en un acomodo, en una
reconstitución de las clases sociales dentro de un nuevo orden capitalista.
Si aplicamos ese esquema a la transición
española, cuadra. Así pues, como suele decirse, si es blanco, líquido y en
botella, es leche.
Después de la transición no hubo una
prolongación del franquismo, sino otra cosa. No hubo tampoco una ruptura
democrática sino un acomodo, un pacto de consenso. Las clases sociales se
reconstituyeron en la nueva situación. Y apareció también ese fenómeno que
Gramsci asocia a las revoluciones pasivas: el transformismo. Por hablar sólo de
la fuerza política que hegemonizó el proceso, uno fue el PSOE de la transición,
y otro muy distinto el que gobernó con varias mayorías absolutas sucesivas en
aquella primera democracia. No sin resistencias internas. Recordemos la
dimisión de Felipe González para forzar la imposición de sus tesis en un
Congreso en el que había quedado en minoría. Y el «OTAN de entrada no.» Pero
desde el mismo principio, nos cuenta Muñoz Molina en Todo lo que era sólido, los ministros, parlamentarios y
ediles socialistas (no sólo ellos) no se limitaron a jurar sobre la Biblia y ante el crucifijo,
sino que encabezaron con ostentación las procesiones de Semana Santa, avalaron
con su presencia la bendición de las armas y de las banderas, besaron anillos
episcopales con unción y financiaron con generosidad cofradías, romerías y
otras hierbas de la misma especie. Y eso respecto del dios de la religión. La
reverencia y el acatamiento a los dioses de la economía y las finanzas llegaron
bastante más lejos, hasta concretar esa estupenda invención de las puertas
giratorias.
Pero es cierto que España entró en Europa,
entró en la OTAN ,
entró en el FMI, entró en el welfare. Entró, en resumen, en el nuevo orden
capitalista por la puerta grande. El nuevo orden capitalista conservó durante
algún tiempo un rostro amable, un rostro que llamaron humano. Hasta que
reventaron las costuras del sistema fordista y de los mercados financieros
nacionales, como apunta Carlos Arenas.
No hubo “adaptación”, “simple” o no, del
“régimen franquista”, no hubo un “modelo autoritario”, no hubo ningún “disfraz”
de democracia. El pueblo, los trabajadores, la ciudadanía activa, quisieron que
las cosas fuesen por donde en definitiva fueron. Y eso que en el año setenta y
cinco quienes propugnábamos una alternativa de cambios estructurales profundos
éramos muchos, y nos sentíamos muy fuertes. Donde nosotros no pudimos, es
difícil pensar que los movimientos sociales conseguirán vencer a un adversario mucho
más aguerrido, con infinitos más apoyos, recursos y conexiones que el
franquismo agonizante. De esa realidad es de la que debemos partir al hacer una
propuesta de alternativa republicana.
(Continuará)