La democracia es subversiva porque tiende a igualar las
oportunidades de acceso al territorio donde se toman las decisiones, para
personas desiguales en todos los demás terrenos. El voto del desahuciado vale
lo mismo que el del banquero, el del gay lo mismo que el del homófobo, el del
trabajador precario lo mismo que el de su empleador. Pero la democracia es sólo
un principio “neutro” que facilita la aparición y la libre expresión de
mayorías y minorías cambiantes. Por sí sola no “empodera” (utilizo la expresión
de Carlos Arenas en su artículo “Una alternativa republicana”, al que vengo
dedicando estos comentarios) a quien no tiene poder. Tampoco exime de errores
ni de atropellos a los gobiernos ungidos con el carisma del voto popular. Si
detrás del juego democrático no hay una política consistente capaz de poner en
tensión permanente las fuerzas de la ciudadanía, no habrá empoderamiento y las
vicisitudes electorales de la democracia procedimental tenderán a convertirse
en una especie de juego de rol. Unos ganarán y otros perderán en ese juego,
quien gane obtendrá su premio correspondiente, y todo recomenzará otra vez
desde el mismo punto de partida.
Así lo expresa Carlos Arenas: «¿Qué hacer? ¿Esperar que por amor a
la democracia directa se alcance la mayoría absoluta en unas elecciones para, a
partir de ahí, emprender las transformaciones necesarias? [...] La nueva
izquierda se cimenta sobre un ciudadano políticamente activo; pero si quiere
ser realmente transformadora, está en la obligación de ir fomentando, desde ya,
el “empoderamiento” de un ciudadano económicamente activo, como consumidor,
como ahorrador, como inversor, como emprendedor, como trabajador, etc.,
dirigiendo sus decisiones a lo que hoy son las únicas elecciones racionales:
las que combaten la tiranía de los oligarcas.»
El “empoderamiento”, pues, como clave de
una política económica capaz de sumar apoyos transversales estables para
emprender la “transformación”, que es algo que va mucho más allá de un éxito
electoral.«No habrá mayoría social suficiente, y sobre todo estable a
largo plazo, solo desde el ámbito de lo político; no hasta que el programa
económico propuesto, levantado, fomentado, sostenido y regulado
desde sucesivas parcelas de poder convenza, “interese” y sea “rentable” a la inmensa
mayor parte de la sociedad, incluyendo a pequeños ahorradores, productores,
campesinos y comerciantes, cuyo concurso es necesario.»
La falta de un programa económico en los
recientes avatares de la izquierda plural es peor que un olvido, es la expresión
tácita de una rendición. Después de una revolución pasiva cargada de
consecuencias a medio y largo plazo, después de la quiebra clamorosa (no sólo
en España) del llamado “Estado social”, y de la crisis difícilmente superable a
escala global del concepto mismo del Estado-nación, da la sensación de que
nuestras izquierdas siguen acomodadas a la idea de que el bienestar vendrá de
la mano de papá Estado, y en consecuencia el concepto central del trabajo como
eje vertebrador de la sociedad puede ser arrumbado al trastero de la práctica
política, porque la salvación se espera de un cambio en último término
superestructural y procedimental: la inclusión de elementos de gobernanza en el
funcionamiento de la “república”, entendida ésta como una relación más inmediata
(directa, cercana) entre gobernantes y gobernados.
Entonces, hace bien José Luis López Bulla
en preguntarse: ¿cuál es la meta, la república o el
socialismo? ¿Cuál es
ahora el horizonte de la transformación, es que ha ocurrido algo nuevo y nos lo
hemos perdido? Si renunciamos a combatir la “tiranía de los oligarcas”, para
expresarlo con Arenas, y nos reducimos a luchar nada más contra injusticias y
abusos puntuales, ¿no estamos colaborando en el asentamiento y la perpetuación
de la tiranía? Una tiranía, claro está, paliada y atemperada en ciertos
aspectos, a la que algunos exegetas calificarán como “de rostro humano”.
Carlos Arenas propone la siguiente tabla de
gimnasia como aperitivo para empezar a acumular fuerzas contra la tiranía de
los oligarcas: «Se necesita
que desde las instancias políticas y desde las redes que están en la órbita
“republicana” se fomente una gimnasia cotidiana contra la casta monopolista y
financiera. Se trata de ir diseñando con esa gimnasia las líneas maestras de
una nueva macroeconomía –podemos llamarla colectivismo- caracterizada por la
igualdad de acceso a todas las modalidades de capital, por el fomento de un tejido
productivo inmediato y de proximidad, por una economía regulada no solo por el
mercado –distíngase del “mercado” capitalista- sino por una fuerte componente
ética en transacciones e inversiones, por una economía sostenible y no sujeta a
agresiones sobre el medio o a destrucciones más o menos creativas de las
minorías que controlan nuestras vidas. En esta labor es imprescindible el
concurso de organizaciones sindicales, de consumidores, de vecinos, ONGs, etc.,
que puedan canalizar, fomentar y dar una orientación política a las decisiones
ciudadanas.»
Late en estas
propuestas un esbozo de programa común. Haría falta discutirlo a fondo y
concretarlo. Creo – termino por donde empecé – que esa es tarea urgente para
los estados mayores de los partidos políticos que se reclaman de la izquierda
plural, de los sindicatos democráticos y de los movimientos sociales. No nos
queda mucho tiempo.