Mariano Rajoy no ha
asistido al primer gran debate electoral. «Yo no puedo estar en
todas partes. Como si no tuviera nada mejor que hacer», parece que comentó. El
atril colocado en el plató para él permaneció vacío, mientras sus contrincantes
barajaban promesas electorales y discutían entre ellos cuáles eran mejores o
peores.
Lo de Mariano era
una opción plausible, y de hecho, consultados en el programa televisivo El
Intermedio los madrileños bienestantes del barrio de Salamanca, todos a una le
dieron la razón. A qué mezclarse en disputas de muchachos, lo que Mariano es
capaz de hacer se conoce ya de sobra.
Por poner un
ejemplo que es ya un secreto a voces. Mariano es muy capaz, al tiempo que da
una opinión fundada como comentarista en un programa deportivo, de atinar, al
vuelo y en directo, en la coronilla de su chico con dos capones que reflejan su
gran categoría de padre y de educador. En la soltura del braceo en una
emergencia semejante se reconoce la talla de un estadista. De haber cedido
Mariano a la oferta tentadora de ocupar su atril vacío ante las cámaras, el
coscorrón podría muy bien haberle caído a Pedro Sánchez, o bien a Albert
Rivera, cuya coronilla queda más a su nivel. Desde su impecable savoir faire, Mariano ha acusado a sus desafiantes
de insolventes. Deberían presentarse con más currículum, ha dicho; haber hecho
su aprendizaje de la cosa pública en una concejalía, como mínimo.
De momento, el atril
vacío en el debate a cuatro frustrado ha causado cierta sensación. El ausente podría
muy bien convertirse en el tapado de una campaña tan reñida. Sobrecoge el ánimo
el silencio perfecto como respuesta al vocerío de propuestas, tiene una capacidad
de sugerencia heavy, rompedora, con
reminiscencias del Tao. Mariano es más grande aún si calla, más omnipresente si
desaparece. Lo imprescindible de su figura señera en el horizonte político se
hace descomunal en la invisibilidad. Todos los españoles nos sentimos más confiados,
“y mucho confiados”, digámoslo con sus mismas palabras, cuando no asoman sus
gafas y su barba en punta por detrás de un atril provisto de micro.
Fuentes oficiales
del Partido Popular han dado a Mariano Rajoy como vencedor del debate de anoche.
Otra vuelta de tuerca. Siempre ha habido derrotas por incomparecencia, el dato
nuevo es la victoria por incomparecencia. El no va más en política molona. El
paso siguiente puede ser cerrar los colegios electorales y mostrar en el plató
de la televisión las urnas mudas, austeras, vacías. Luego se recurre al
Tribunal Constitucional para que dictamine el vencedor de los comicios. El
resultado puede anunciarse en una gala con presencia de todos los nominados,
más la flor y la nata de la jet que
puebla este país desde la Moraleja hasta Marbella. Una famosa con caché, bellamente
ataviada, abriría el sobre con el dictamen del Constitucional y pronunciaría
las palabras sacramentales: «Y el ganador es…»
Sería una forma de
añadir glamour al ejercicio democrático. Y no me vengan con argumentos
retorcidos, no saquen las cosas de su quicio alegando que las ausencias de
debate, las designaciones a dedo y otras prácticas parecidas ya ocurrían en
este país cuarenta años atrás. No hay comparación posible. Franco era un
antiguo.