Concluida la
ordalía electoral de diciembre, los augures, los profetas titulados o no, las
sibilas de uno y otro signo, los sonámbulos profesionales y otros especímenes de
diverso pelaje que sobreabundan en las tertulias televisadas, se han puesto de
acuerdo en la deducción de que lo que el electorado ha pedido a los Magos y
Magas de las navidades pasadas ha sido estabilidad de fondo, mediante algunos
cambios.
Cierto.
Irrefutable. Mucho menos clara es, sin embargo, la lectura sesgada que se está
haciendo de esa petición casi unánime de estabilidad, y de cuáles son los
cambios anhelados. Arguyen los poncios que lo que la ciudadanía desea es ver
caras nuevas – pero no demasiado nuevas – en un gobierno estable y bien
consensuado por arriba, con capacidad para enjugar el déficit malévolo que
acecha a nuestros presupuestos, acometer nuevas reformas más profundas del
mercado de trabajo, satisfacer las expectativas de los mercados inversores y
consolidar un crecimiento económico robusto en el que, tal y como predicó Jesús
según su intérprete autorizado el apóstol Mateo, a quienes más tienen más se
les dará, y a los que menos tienen les seguirán dando hasta debajo de la
lengua.
Se percibe en estas
interpretaciones la inversión de medios y fines ya habitual en espíritus
ilustrados dotados de una elevación de miras suficiente para tronar contra los
nacionalismos excluyentes, abominar del chavismo y señalar los abismos a los
que conducen los abusos de la democracia directa o de la que no lo es, pero
como si lo fuera. Según ese modo de ver, la política es un saber instrumental
puesto al servicio de la economía. Una casta sacerdotal mantiene el fuego
encendido en el interior del tabernáculo y ahuyenta de los sagrados misterios
al vulgo ocioso. La política así concebida no es para las personas comunes; la
economía, tampoco. A las personas comunes les toca jeringarse para que la
política cumpla su augusta función y entronice sobre todas las cosas a una
economía superior, macro, cuajada de estadísticas e indicadores, distinta y contradictoria
de la economía doméstica con la que tenemos que lidiar todos los días.
Así las cosas, la
pregunta del millón es por qué habría de votar un electorado ampliamente
precarizado la estabilidad de una política económica que lo que ha conseguido hasta
el presente es provocar la desestabilización de los votantes. No. La
estabilidad que desea el elector es la suya propia: un empleo estable, un salario
suficiente, posibilidad de conciliar horarios de trabajo y vida familiar, disponer
de una sanidad y una educación públicas y de calidad, protección contra la
codicia de los fondos buitre y contra todas las demás codicias desatadas en un
contexto estructuralmente incierto. (Para una información más pormenorizada al
respecto, les recomiendo leer Los besos
en el pan, de Almudena Grandes.)
No resulta tan
urgente formar gobierno si no se van a tener en cuenta estos pequeños detalles.
Los mercados financieros podrán aguantar la incertidumbre durante un poco de
tiempo más, seguro; más incertidumbre llevamos a cuestas quienes hemos ido a
las urnas con ánimo de empezar a arreglar nuestros asuntos desde la política.
Política, con
mayúscula. Política auténtica, sin marcas blancas. No esa política de la que
Beppe Grillo, en el momento de abandonarla para volver a ejercer su antigua profesión
de humorista, ha dicho que es una “enfermedad mental”. Lo es, sin duda, la
política al uso, por la técnica que utiliza para concentrar todos los focos en
un problema exclusivo, artificial, y omitir por completo o dejar en la sombra
otros más acuciantes y sustanciales.
Autismo, solipsismo
político. Funambulismo apoyado en la cuerda floja de mayorías de diputados que no
garantizan nada porque solo pueden resultar estables en el plazo corto o
cortísimo.
Sépase pues, en
conclusión, que la Gran pero que muy Gran Grosse Koalizionen que se está
predicando desde distintos focos es, a efectos de alcanzar la estabilidad
deseada, caca de la vaca.