martes, 26 de enero de 2016

DESESTABILIZACIÓN


Concluida la ordalía electoral de diciembre, los augures, los profetas titulados o no, las sibilas de uno y otro signo, los sonámbulos profesionales y otros especímenes de diverso pelaje que sobreabundan en las tertulias televisadas, se han puesto de acuerdo en la deducción de que lo que el electorado ha pedido a los Magos y Magas de las navidades pasadas ha sido estabilidad de fondo, mediante algunos cambios.
Cierto. Irrefutable. Mucho menos clara es, sin embargo, la lectura sesgada que se está haciendo de esa petición casi unánime de estabilidad, y de cuáles son los cambios anhelados. Arguyen los poncios que lo que la ciudadanía desea es ver caras nuevas – pero no demasiado nuevas – en un gobierno estable y bien consensuado por arriba, con capacidad para enjugar el déficit malévolo que acecha a nuestros presupuestos, acometer nuevas reformas más profundas del mercado de trabajo, satisfacer las expectativas de los mercados inversores y consolidar un crecimiento económico robusto en el que, tal y como predicó Jesús según su intérprete autorizado el apóstol Mateo, a quienes más tienen más se les dará, y a los que menos tienen les seguirán dando hasta debajo de la lengua.
Se percibe en estas interpretaciones la inversión de medios y fines ya habitual en espíritus ilustrados dotados de una elevación de miras suficiente para tronar contra los nacionalismos excluyentes, abominar del chavismo y señalar los abismos a los que conducen los abusos de la democracia directa o de la que no lo es, pero como si lo fuera. Según ese modo de ver, la política es un saber instrumental puesto al servicio de la economía. Una casta sacerdotal mantiene el fuego encendido en el interior del tabernáculo y ahuyenta de los sagrados misterios al vulgo ocioso. La política así concebida no es para las personas comunes; la economía, tampoco. A las personas comunes les toca jeringarse para que la política cumpla su augusta función y entronice sobre todas las cosas a una economía superior, macro, cuajada de estadísticas e indicadores, distinta y contradictoria de la economía doméstica con la que tenemos que lidiar todos los días.
Así las cosas, la pregunta del millón es por qué habría de votar un electorado ampliamente precarizado la estabilidad de una política económica que lo que ha conseguido hasta el presente es provocar la desestabilización de los votantes. No. La estabilidad que desea el elector es la suya propia: un empleo estable, un salario suficiente, posibilidad de conciliar horarios de trabajo y vida familiar, disponer de una sanidad y una educación públicas y de calidad, protección contra la codicia de los fondos buitre y contra todas las demás codicias desatadas en un contexto estructuralmente incierto. (Para una información más pormenorizada al respecto, les recomiendo leer Los besos en el pan, de Almudena Grandes.)
No resulta tan urgente formar gobierno si no se van a tener en cuenta estos pequeños detalles. Los mercados financieros podrán aguantar la incertidumbre durante un poco de tiempo más, seguro; más incertidumbre llevamos a cuestas quienes hemos ido a las urnas con ánimo de empezar a arreglar nuestros asuntos desde la política.
Política, con mayúscula. Política auténtica, sin marcas blancas. No esa política de la que Beppe Grillo, en el momento de abandonarla para volver a ejercer su antigua profesión de humorista, ha dicho que es una “enfermedad mental”. Lo es, sin duda, la política al uso, por la técnica que utiliza para concentrar todos los focos en un problema exclusivo, artificial, y omitir por completo o dejar en la sombra otros más acuciantes y sustanciales.
Autismo, solipsismo político. Funambulismo apoyado en la cuerda floja de mayorías de diputados que no garantizan nada porque solo pueden resultar estables en el plazo corto o cortísimo.
Sépase pues, en conclusión, que la Gran pero que muy Gran Grosse Koalizionen que se está predicando desde distintos focos es, a efectos de alcanzar la estabilidad deseada, caca de la vaca.