El primer
mandamiento de la neorreligión predominante reza que la economía no sirve a las
personas, antes bien son las personas las que sirven a la economía. El segundo
se resume en las siglas TINA, There Is No
Alternative (No hay alternativa). Nos lo han recordado con grandes sonrisas
de bonhomía primero Jean-Claude Juncker, presidente
de la Comisión Europea, que nos ha urgido cariñosamente a hacer los deberes
para no incurrir en pecado mortal de déficit, y después la baranda del Fondo Monetario
Internacional, Christine Lagarde, agitando ante
nuestros ojos los espejuelos de cuánto vamos a crecer según predicciones
rigurosas que tienen la gracia añadida de incumplirse año tras año sin
excepción. Creceremos, eso sí, siempre y cuando tengamos el buen sentido de
invertir con rapidez nuestro capital político en un gobierno estable.
Estable. Es decir,
capaz de absorber las reivindicaciones desestabilizadoras que surgen (siempre) de
abajo, amortiguarlas, y encaminarlas después suavemente hacia una vía muerta.
Un trabajo delicado y nada fácil, los de abajo van muy crecidos. Un trabajo
imprescindible, sin embargo, para evitar que se resientan los índices
macroeconómicos globales, lo cual sería una tragedia de proporciones
incalculables (pero calculadas ya con una aproximación de centésimas de euro por
los expertos del Fondo).
Tragedia. ¿Para
quién? Para los de arriba. Hace muchos siglos que se ha aceptado sin discusión
la premisa de que todo lo que es bueno para los de arriba es bueno también para
todos los demás. Se teoriza que los
beneficios en la cúspide de la pirámide social van luego resbalando por los
planos laterales inclinados y acaban por impregnar también la base de la figura
geométrica. Es una leyenda urbana, que subsiste a pesar de que no puede
esgrimirse ni una sola prueba a favor, y en cambio se perciben por todas partes
mil argumentos en contra. El darwinismo social imperante sugiere, muy al
contrario, que la base de la pirámide deberá sacudirse por sí misma (nadie la
ayudará en la tarea) el peso insoportable de los privilegios de la clase ociosa
que la oprimen, o acabará por desaparecer aplastada. Dada la fuerza
insuficiente de la base para tamaña tarea, el prolijo esfuerzo de reequilibrio
necesitará de un consenso.
Consenso. La
palabra es ambigua. En lo que se está pensando a hora de hoy es en un consenso
de los de arriba y no tan arriba, contra los de abajo. No serviría de mucho: un
retal para un zurcido apresurado, pan para hoy y hambre para mañana. Si lo que de
verdad se desea es estabilidad política, el consenso debe abarcar a todas las
fuerzas políticas y sociales, y encaminar la política hacia derroteros
distintos de los que ha venido siguiendo últimamente. Con plena conciencia de
que sí existen otras alternativas, de
que la economía no es un imperativo
categórico, y de que no es posible utilizar el terreno de la política económica
y social como si se tratara del tablero de un juego de Monopoly.