miércoles, 20 de enero de 2016

JUGANDO AL MONOPOLY

El primer mandamiento de la neorreligión predominante reza que la economía no sirve a las personas, antes bien son las personas las que sirven a la economía. El segundo se resume en las siglas TINA, There Is No Alternative (No hay alternativa). Nos lo han recordado con grandes sonrisas de bonhomía primero Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, que nos ha urgido cariñosamente a hacer los deberes para no incurrir en pecado mortal de déficit, y después la baranda del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, agitando ante nuestros ojos los espejuelos de cuánto vamos a crecer según predicciones rigurosas que tienen la gracia añadida de incumplirse año tras año sin excepción. Creceremos, eso sí, siempre y cuando tengamos el buen sentido de invertir con rapidez nuestro capital político en un gobierno estable.

Estable. Es decir, capaz de absorber las reivindicaciones desestabilizadoras que surgen (siempre) de abajo, amortiguarlas, y encaminarlas después suavemente hacia una vía muerta. Un trabajo delicado y nada fácil, los de abajo van muy crecidos. Un trabajo imprescindible, sin embargo, para evitar que se resientan los índices macroeconómicos globales, lo cual sería una tragedia de proporciones incalculables (pero calculadas ya con una aproximación de centésimas de euro por los expertos del Fondo).

Tragedia. ¿Para quién? Para los de arriba. Hace muchos siglos que se ha aceptado sin discusión la premisa de que todo lo que es bueno para los de arriba es bueno también para todos los demás.  Se teoriza que los beneficios en la cúspide de la pirámide social van luego resbalando por los planos laterales inclinados y acaban por impregnar también la base de la figura geométrica. Es una leyenda urbana, que subsiste a pesar de que no puede esgrimirse ni una sola prueba a favor, y en cambio se perciben por todas partes mil argumentos en contra. El darwinismo social imperante sugiere, muy al contrario, que la base de la pirámide deberá sacudirse por sí misma (nadie la ayudará en la tarea) el peso insoportable de los privilegios de la clase ociosa que la oprimen, o acabará por desaparecer aplastada. Dada la fuerza insuficiente de la base para tamaña tarea, el prolijo esfuerzo de reequilibrio necesitará de un consenso.
Consenso. La palabra es ambigua. En lo que se está pensando a hora de hoy es en un consenso de los de arriba y no tan arriba, contra los de abajo. No serviría de mucho: un retal para un zurcido apresurado, pan para hoy y hambre para mañana. Si lo que de verdad se desea es estabilidad política, el consenso debe abarcar a todas las fuerzas políticas y sociales, y encaminar la política hacia derroteros distintos de los que ha venido siguiendo últimamente. Con plena conciencia de que existen otras alternativas, de que la economía no es un imperativo categórico, y de que no es posible utilizar el terreno de la política económica y social como si se tratara del tablero de un juego de Monopoly.