Lo más desolador en
el live show del trance final del
bipartidismo es, al parecer, la constatación de que se han perdido las formas.
Desde que el coronel Tejero irrumpió a tiro limpio en el hemiciclo con aquella
advertencia urgente, «¡Todo el mundo al suelo!», y mira que ha llovido desde
entonces, no se conocía en la sede augusta de la soberanía nacional una
tremolina semejante a la que se está viviendo ahora con la investidura. Lo de
ahora es peor, según algunas opiniones, porque Tejero y sus conmilitones por lo
menos lucían el uniforme, el tricornio y el arma reglamentarios. Eso daba un
tono, no como las rastas, las coletas y el sincorbatismo de los nuevos
huéspedes de las Cortes, síntomas seguros de que todo el prudente protocolo
acumulado en años de bonanza se está yendo sin remedio por el desagüe.
Rajoy, que tenía todo
el aspecto (salvo alguna cosa) de un caballero, ha echado mano para la
investidura de un recurso de trilero, dejando al rey en una situación desairada.
Iglesias ha cometido de inmediato la indelicadeza suprema de postularse a sí
mismo como vicepresidente. Una humillación, dicen, para Pedro Sánchez, en un momento en el que
este tiende a mirar a su espalda cada vez con más frecuencia, recelando de los próximos idus de marzo, y duda sobre si le conviene más tácticamente aspirar a una presidencia en la que no acaba de creer, o pasar la vez y que corra
la bola mientras sigue creciendo el montón de fichas y de billetes en el
platillo de las apuestas.
El único que se comporta, según los cronistas
parlamentarios veteranos, los Jaime Peñafiel de la política, es Albert Rivera,
cuya valoración como líder está en alza. Rivera se ha limitado a manifestar que
jamás de los jamases, pero jamás, pactará con Pedro Sánchez para formar
gobierno. Una declaración estupefaciente, dado que la situación de bloqueo político
existente exige pactos. Dejo a ustedes el trabajo de adivinar con quién,
entonces, pactaría Rivera un gobierno. Exacto, han acertado.
No importa tanto,
entonces, la situación de emergencia democrática del país y la necesidad de poner
fin a la corrupción rampante, al marasmo de las instituciones y a la
degradación social, como el hecho de que no se estén guardando en el trámite
las formas de toda la vida que permiten desde las revistas de papel cuché reconocer
sin equívoco posible a la gente decente, a la “gente bien”.
La nueva política ha
irrumpido en el sancta sanctorum del templo y empieza a zarandear de un lado
para otro los candelabros de siete brazos. Sacrilegio. Y los sumos sacerdotes
de vestiduras sobredoradas y barbas luengas que jamás han conocido tonsura, se
comportan en el trance igual que aquel mayordomo estirado de Lo que queda del día, película de James
Ivory sobre una novela de Kazuo Ishiguro: arrugan las narices con altivez y disimulan,
a base de un desprecio exquisito, el escaso pedigrí nobiliario y la zafiedad de
parvenus carentes de estilo, de los
nuevos huéspedes de la casa.