miércoles, 13 de enero de 2016

TEMPORALIDAD


Los datos de la estadística oficial del Servicio Público de Empleo Estatal confirman el descenso progresivo de la duración media de los contratos temporales en nuestro país; si en el año 2008 dicha media se situaba en 78 días, en 2015 ha descendido a 54.
Otros dos datos de tendencia ensombrecen más aún el panorama. El primero es la rotación creciente en los puestos de trabajo; para entendernos, donde antes hubo un puesto de trabajo fijo ahora se da una sucesión indefinida de contratos temporales, cada uno de los cuales tiende a tener una duración más corta que el anterior. El segundo dato es que la industria ha dejado de ser la excepción en la cuestión de la duración de los contratos temporales. Con un índice de fijeza en el empleo notablemente mayor que el resto de los sectores, la industria presentaba en 2008 una media de duración de los contratos temporales de 188 días (media global, 78); en 2015 la duración ha descendido en la industria a 58 días, sensiblemente igual a la media global (54) y bastante por debajo de la construcción (77 días).
Hasta aquí los datos. En lo que se refiere a su análisis, el periodista Manuel V. Gómez oscila en El País (1) entre el circunloquio y el simple llamarse andana. Empieza su comentario del modo siguiente: «La crisis ha empujado a la baja la duración de los contratos temporales en la industria. Y la incipiente recuperación no ha supuesto un alivio.» Hablemos de lo que hablamos. No ha sido la crisis la que ha empujado a la baja la duración de los contratos, sino la reforma laboral. Resulta curioso que no se cite ni siquiera por alusiones la reforma laboral, cuando en principio esta se planteó como el instrumento que debía suprimir las “rigideces” del mercado y diseñar el marco idóneo para una recuperación pujante del empleo. En algún momento deberá hacerse un balance completo de cuál ha sido su función real.
Porque no ha habido recuperación, ni incipiente siquiera. Lo que ha habido es lo que muestran los datos fríos y tozudos de la estadística: una temporalidad creciente y más efímera, que sirve a dos objetivos concretos. El primero, enmascarar los datos del desempleo con una rotación acelerada de contratos para el mismo puesto de trabajo, de modo que la sensación es la de que se “crea” empleo, por más que eso solo suceda en las estadísticas. El segundo, una duración menor de los contratos conlleva también menores derechos para los contratados, que no llegan a los plazos legales mínimos para aspirar a una protección social más completa; por lo mismo, padecen una inseguridad laboral más angustiosa, y como colofón, se ven obligados a repetir cada vez con más frecuencia los procesos de solicitud de empleo, los envíos de currículos a cualquier interesado, el papeleo incesante que acompaña como una zona de sombra permanente toda la vida laboral del precariado.
Sigue diciendo Gómez: «Pero las consecuencias de la profunda crisis laboral también se notan aquí.» Esto es nuevo. ¿Cuándo se ha hablado de una crisis laboral? ¿Es un lapsus, o es la consecuencia del esfuerzo torturante por mantener el cuello torcido para mirar con insistencia a otro lado? Tanto morderse la lengua para no pronunciar las palabras fatídicas “reforma laboral” provoca, como ya observó Sigmund Freud, el retorno de lo reprimido por vías laterales. No existe una crisis laboral, como tal; el precio de la mano de obra está más bajo que nunca, las facilidades para la contratación son exuberantes, los incentivos directos e indirectos alcanzan niveles nunca soñados antes. Si no crece el empleo no es porque haya crisis laboral. La crisis está, en todo caso, en otra parte.
Leemos en el mismo artículo un ensayo de interpretación de los datos ofrecidos por la estadística de la contratación temporal. «Para la directora del departamento industrial de la empresa temporal Adecco, Nuria Rius, esta evolución [la rotación de contratos temporales] se debe a la “falta de confianza”. Ante la incertidumbre de las malas épocas y los primeros compases de las buenas, “los empresarios prefieren no arriesgar”, apunta.»
Nuria Rius se expresa con mucha cautela y con poca precisión. Las “malas épocas” no traían incertidumbres, sino certezas negativas; la referencia a los “primeros compases de las buenas” debe leerse más como la expresión de un deseo que como la constatación de un hecho comprobado. Quedémonos de su explicación con la “incertidumbre” de si van a seguir las vacas flacas o se avecina una inesperada bonanza. En cuanto a la figura del empresario que “prefiere no arriesgar”, es un oxímoron, puesto que el riesgo está siempre implícito en la empresa. Otra cosa es que ni el comportamiento de los gobernantes propios y ajenos ante la crisis global, ni los vientos que soplan desde los mercados, favorezcan la intrepidez marchosa de los emprendedores. Más vale tentarse diez veces el bolsillo antes de tomar una decisión que suponga gasto.
Lo cual viene a demostrar, por si aún hacía falta, que, en efecto, el problema del empleo, tanto el fijo como el temporal, no está planteado en el terreno laboral sino en el económico y el político. Lo ha estado siempre, y por esa razón la “reforma laboral” está resultando – ha resultado ya – un rotundo fracaso. Es como pretender solucionar la avería en el motor de un automóvil cambiándole las cuatro ruedas.