Los datos de la
estadística oficial del Servicio
Público de Empleo Estatal confirman el descenso progresivo de la
duración media de los contratos temporales en nuestro país; si en el año 2008
dicha media se situaba en 78 días, en 2015 ha descendido a 54.
Otros dos datos de
tendencia ensombrecen más aún el panorama. El primero es la rotación creciente
en los puestos de trabajo; para entendernos, donde antes hubo un puesto de
trabajo fijo ahora se da una sucesión indefinida de contratos temporales, cada
uno de los cuales tiende a tener una duración más corta que el anterior. El segundo
dato es que la industria ha dejado de ser la excepción en la cuestión de la
duración de los contratos temporales. Con un índice de fijeza en el empleo notablemente
mayor que el resto de los sectores, la industria presentaba en 2008 una media
de duración de los contratos temporales de 188 días (media global, 78); en 2015
la duración ha descendido en la industria a 58 días, sensiblemente igual a la
media global (54) y bastante por debajo de la construcción (77 días).
Hasta aquí los
datos. En lo que se refiere a su análisis, el periodista Manuel V. Gómez oscila
en El País (1) entre el circunloquio y el simple llamarse andana. Empieza su
comentario del modo siguiente: «La crisis
ha empujado a la baja la duración de los contratos temporales en la industria.
Y la incipiente recuperación no ha supuesto un alivio.» Hablemos de lo que
hablamos. No ha sido la crisis la que ha empujado a la baja la duración de los
contratos, sino la reforma laboral. Resulta curioso que no se cite ni siquiera
por alusiones la reforma laboral, cuando en principio esta se planteó como el
instrumento que debía suprimir las “rigideces” del mercado y diseñar el marco
idóneo para una recuperación pujante del empleo. En algún momento deberá
hacerse un balance completo de cuál ha sido su función real.
Porque no ha habido
recuperación, ni incipiente siquiera. Lo que ha habido es lo que muestran los
datos fríos y tozudos de la estadística: una temporalidad creciente y más
efímera, que sirve a dos objetivos concretos. El primero, enmascarar los datos
del desempleo con una rotación acelerada de contratos para el mismo puesto de
trabajo, de modo que la sensación es la de que se “crea” empleo, por más que
eso solo suceda en las estadísticas. El segundo, una duración menor de los
contratos conlleva también menores derechos para los contratados, que no llegan
a los plazos legales mínimos para aspirar a una protección social más completa;
por lo mismo, padecen una inseguridad laboral más angustiosa, y como colofón, se
ven obligados a repetir cada vez con más frecuencia los procesos de solicitud
de empleo, los envíos de currículos a cualquier interesado, el papeleo
incesante que acompaña como una zona de sombra permanente toda la vida laboral
del precariado.
Sigue diciendo
Gómez: «Pero las consecuencias de la
profunda crisis laboral también se notan aquí.» Esto es nuevo. ¿Cuándo se
ha hablado de una crisis laboral? ¿Es
un lapsus, o es la consecuencia del esfuerzo torturante por mantener el cuello
torcido para mirar con insistencia a otro lado? Tanto morderse la lengua para
no pronunciar las palabras fatídicas “reforma laboral” provoca, como ya observó
Sigmund Freud, el retorno de lo reprimido por
vías laterales. No existe una crisis laboral, como tal; el precio de la mano de
obra está más bajo que nunca, las facilidades para la contratación son
exuberantes, los incentivos directos e indirectos alcanzan niveles nunca
soñados antes. Si no crece el empleo no es porque haya crisis laboral. La crisis está, en todo caso,
en otra parte.
Leemos en el mismo
artículo un ensayo de interpretación de los datos ofrecidos por la estadística
de la contratación temporal. «Para la directora del
departamento industrial de la empresa temporal Adecco, Nuria Rius, esta
evolución [la rotación de contratos temporales] se debe a la “falta de confianza”. Ante la
incertidumbre de las malas épocas y los primeros compases de las buenas, “los
empresarios prefieren no arriesgar”, apunta.»
Nuria Rius se expresa con mucha cautela y con
poca precisión. Las “malas épocas” no traían incertidumbres, sino certezas
negativas; la referencia a los “primeros compases de las buenas” debe leerse
más como la expresión de un deseo que como la constatación de un hecho
comprobado. Quedémonos de su explicación con la “incertidumbre” de si van a
seguir las vacas flacas o se avecina una inesperada bonanza. En cuanto a la
figura del empresario que “prefiere no arriesgar”, es un oxímoron, puesto que el
riesgo está siempre implícito en la empresa. Otra cosa es que ni el
comportamiento de los gobernantes propios y ajenos ante la crisis global, ni
los vientos que soplan desde los mercados, favorezcan la intrepidez marchosa de
los emprendedores. Más vale tentarse diez veces el bolsillo antes de tomar una
decisión que suponga gasto.
Lo cual viene a demostrar, por si aún hacía
falta, que, en efecto, el problema del empleo, tanto el fijo como el temporal, no
está planteado en el terreno laboral sino en el económico y el político. Lo ha estado
siempre, y por esa razón la “reforma laboral” está resultando – ha resultado ya
– un rotundo fracaso. Es como pretender solucionar la avería en el motor de un
automóvil cambiándole las cuatro ruedas.