Antoni Zabalza, que
fue secretario de Estado de Hacienda y es en la actualidad catedrático de Análisis
económico en la Universidad de Valencia, pontifica en El País sobre Podemos, la
secesión y el populismo. Mi interés por el populismo y por la secesión es
escaso. Siento, en cambio, simpatía hacia Podemos; una simpatía extensible a
otras instancias políticas plurales que tienen con Podemos el denominador común
de afanarse en cambiar las cosas. Lo contrario le ocurre a Antoni Zabalza, que
se ha convertido en adalid puntero, y supongo que bien pagado, del statu quo en
el sentido más rasante de la palabra.
A cada cual según
su gusto, pero Zabalza me irrita cuando confunde de forma intencionada el populismo
con la democracia directa, citando con desparpajo a Condorcet, y concluye exponiendo
la «necesidad de reconocer explícitamente
los límites de la democracia.» ¡Los límites de la democracia, punto! De
estar aún entre nosotros, Condorcet le habría dedicado un zasca de pronóstico. Él
habló de los límites intrínsecos de la democracia directa y plebiscitaria, y de
la necesidad de articular mecanismos de equilibrio y de contrapeso para evitar un
despotismo de la mayoría. Zabalza argumenta en cambio que la democracia directa
es mala en sí («es incompatible con una sociedad abierta»), y solo es buena
aquella democracia indirecta dirigida a «retirar del poder a los gobernantes
que han decepcionado a los electores.»
No contento con semejante
reduccionismo en la forma de concebir el gobierno de la mayoría, encarece la
importancia de ese «pobre y pequeño» papel de la democracia con la siguiente
frase antológica: «Los países que han jugado con
la democracia directa han acabado eliminando libertades individuales, causando
dolor y miseria, y destruyendo los fundamentos de su sistema económico. Por el
contrario, los que con más modestia se han abstenido de formular arcadias
sociales, y limitado la práctica democrática al control de sus gobiernos, han
conseguido respeto y tolerancia para con la diversidad, altas cotas de libertad
individual, economías dinámicas y prósperas y un reparto razonable del
bienestar.»
Nombres, señor
Zabalza, nombres. ¿Cuáles son esos países? No hable por boca de ganso y mire con
detenimiento a su alrededor. Sin necesidad de salir de las fronteras de este
país concreto, lo que aparece a simple vista es “dolor y miseria”, hambre,
desahucios, pobreza energética, desempleo no subsidiado, enfermedades
desatendidas, etc., nada de todo ello causado precisamente por la democracia
directa ni el populismo; la eliminación de libertades individuales (colectivas
también, ahí está el juicio inminente al comité de empresa de Airbus); la destrucción
de los fundamentos del sistema económico, si entendemos como uno de tales
fundamentos el trato justo y decente en las condiciones de empleo y en la
remuneración de la fuerza de trabajo asalariada; la falta habitual de respeto y
de tolerancia para con las diversidades de todo tipo; una economía estancada y canija,
y una desigualdad abismal en el reparto del bienestar.
Y esa situación
insostenible, propiciada no por haberse rebasado los límites de la democracia
sino por la falta de sustancia de la misma en el rigodón de turnos
parlamentarios y puertas giratorias hacia y desde la esfera de los negocios, es
la que Zabalza ve amenazada por «el populismo de Iglesias y Colau». Si con
ellos viene el caos, señor Zabalza, bienvenido sea el caos.