Las lágrimas de Barack Obama en el momento de anunciar su decisión de controlar
por decreto la venta de armas de fuego en su país casi vinieron a coincidir con
el final de la aventura política de Gisela Mota Ocampo.
Gisela, una mujer “aguerrida
y comprometida con la lucha social” según sus vecinos, había librado una
batalla importante por la paridad de género en las listas de todas las
candidaturas para las elecciones municipales en el estado de Morelos, México. En
Temixco, el cabildo por el que se presentaba, no solo consiguió la elección de
un 50% de mujeres, sino que ella misma fue elegida alcaldesa, la primera en la
historia de la población.
Eso ocurrió el
viernes 1 de enero. El sábado 2, mientras desayunaba, varios sicarios de uno de
los carteles de la droga dominantes en la zona irrumpieron violentamente en su
casa y la acribillaron a balazos.
Obama pudo haber
llorado por ella, aunque, según las crónicas, su emoción se desató al recordar
la matanza de la escuela Sandy Hook, en Connecticut, una de las cíclicas orgías
de sangre que se desatan en Estados Unidos cuando un psicópata irrumpe en un
espacio comunitario disparando a diestro y siniestro. Aquel día murieron veinte
niños de primaria y seis adultos.
Lo cual no ha
impedido a los republicanos, mayoritarios en el Congreso, seguir asociando las
armas de fuego con la libertad. Mueren cada año por disparos de armas de fuego
32.000 ciudadanos estadounidenses: 1000 de ellos por disparos de la policía, lo
cual ya es de por sí un pésimo indicador; 31.000 en otros tiroteos de diversas
índoles. Cuando ocurrió la masacre terrorista de París, el candidato
republicano Donald Trump moralizó con el
argumento de que si los parisinos fueran armados a los conciertos, se habrían
defendido mejor. Un argumento tan insensato como el personaje que lo enunció.
Algunos políticos
opinan que la ley debemos llevarla los ciudadanos enfundada en la cartuchera.
No conciben más legalidad que la que cada cual consigue imponer por la fuerza o
la puntería. El estado de derecho son monsergas, y solo merece vivir el
superviviente de un duelo a muerte omnipresente y continuado.
Struggle for life. Los débiles, los indefensos, los marginados por esa
teoría de una coexistencia no pacífica, se amontonan hoy en las fronteras
cerradas de países (pre)potentes. En el interior de esos países, la violencia
se ejerce también contra quien no cuenta con medios para evitar ser expoliado de
sus derechos legítimos en nombre de la libertad y la igualdad individuales. En
nombre del “porque sí”, del “no hay alternativa”.
Pero la violencia
no equivale a libertad ni a justicia, tampoco en los lugares en los que ha
usurpado el lugar de la ley. Son las víctimas, no los sicarios ni los
descerebrados, las que enaltecen la humanidad. Estamos todos en deuda con
Gisela Mota Ocampo.