Lo ha dicho Juan
Rosell, el patrón español de patronos: el trabajo fijo y seguro no es de esta
época. No se trata de una profecía, sin embargo; más bien, de un aviso a navegantes.
En efecto, no aparece
en tal declaración novedad alguna en relación con lo que es ya una tendencia
consolidada en el mercado de trabajo español. Hoy se está contratando para una
semana, para un fin de semana, en casos extremos para ocho o diez horas,
incluso para menos. La duración media de los contratos por tiempo definido o a
tiempo parcial se va acortando progresivamente; los contratos indefinidos se
han convertido en una rareza, y lo último que puede decirse de ellos es que
constituyan la base de empleos “seguros”.
Resulta más que
dudoso, sin embargo, que tal circunstancia tenga nada que ver con la digitalización
de la economía. Es la asociación de ideas que Rosell ha pretendido establecer, en
la presentación de un estudio elaborado por Siemens y la consultora Roland
Berger sobre la transformación digital en curso de la producción de bienes y
servicios, y las sorpresas mayúsculas que este nuevo paradigma tecnológico va a
generar en el mundo de la economía.
Rosell ha hecho
mención de dos realidades distintas, y ha situado conceptualmente la una, el
fin del trabajo fijo, en la estela de la otra, la transformación digital. Es
ahí donde los datos no cuadran. La transformación digital apenas está llegando;
el empleo precario es ya una realidad asentada. Lo uno tiene poco que ver con
lo otro. Es cierto que nuevas formas de producir, en particular las soluciones robóticas
aplicadas a los procesos industriales y a la prestación de determinados
servicios, están generando pérdidas netas de empleo en los países industriales
más avanzados; no lo es, que tal percepción se dé en el caso de España.
Es plausible la
necesidad que predica Rosell de una inversión mayor en I+D por parte de las
empresas, de una mejor formación profesional y técnica, de unas estructuras aptas
para el reciclaje permanente de la fuerza de trabajo, de una revolución en los
estudios universitarios. También lo es, aunque esto no lo predica Rosell, la
necesidad para los sindicatos de un ajuste drástico en sus saberes, de una
reformulación a fondo de sus prácticas, y de una refundación de su legitimidad
y su representatividad.
Pero el enemigo no
es la transformación digital; esta va a ser el terreno de juego. El enemigo es
la financiarización de la economía, la entronización del beneficio privado e
inmediato como único dios moderno, y la desigualdad rampante que estas premisas,
inescrupulosas y jamás puestas a examen y discusión por las autoridades
políticas y económicas nacionales y transnacionales, está provocando y
ahondando día a día en una sociedad fragmentada y desasistida.
No es el trabajo
fijo el desiderátum de la sociedad del siglo XXI, sino el trabajo digno. Tener
que ganarse todos los días de nuevo el empleo es un esfuerzo duro pero asumible,
en el caso de que la recompensa valga la pena. Pero no es empleo cualificado y
bien remunerado lo que se ofrece. El signo de nuestra época es, por el
contrario, la oferta a la baja de empleos basura, en ocasiones con exigencias añadidas
insufribles o degradantes, y siempre remunerados con microsalarios insuficientes
para subsistir.
No estamos entonces
en un contexto digital, sino más bien preindustrial. Cuando Rosell habla de ese
modo en nombre del empresariado de nuestro país, debe saber bien cuál es la calaña
de lo que se agrupa detrás de él. Cuando afirma que el trabajo fijo y seguro es
un concepto propio del siglo XIX, tiene que asumir que entonces también existía
la prisión por desfalco, fraude, simulación y alzamiento de bienes.
Con bastante mayor
rigor, incluso, que ahora, en la modernidad invocada por Rosell.