Christine Lagarde,
la mandamás del Fondo Monetario Internacional, ha advertido en un tono oficial
y solemne de que la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, el “Brexit” que
se debe dilucidar en unos días mediante un referéndum, sería una opción entre “bastante
mala” y “muy, muy mala” para la economía global.
La creo a pies juntillas,
no pretendo impugnar el dictamen de una experta, pero ¿qué es, en sustancia, la
“economía global”? En último término, cuatro macroindicadores porcentuales y mucho
trasiego en los fondos virtuales de las bolsas acreditadas y las entidades
bancarias de copete. Llámenme cazurro si gustan pero pudiera ser, disculpen la
herejía, que lo rematadamente malo para la economía global tuviera, en cambio,
bondades imprevisibles para nosotros los humanos. No me meteré para afirmarlo en
silogismos de once varas, pero con la que está cayendo viene a cumplirse con
pasmosa exactitud la proposición contraria: a saber, que lo que es bueno para
la economía global exige una y otra vez sacrificios sin cuento, desempleo y recortes de servicios y de
pensiones para la ciudadanía en general.
Apelemos más bien
al futuro de una Europa unida, una Europa de los pueblos, que sea un foco de
civilidad y de fraternidad capaz de iluminar los recovecos sombríos de la
aldea global con una luz más atractiva. Situemos, en la línea del laborista Jeremy Corbyn,
un ideal nuevo en las entrañas del mercantilismo descarnado que representan los
actuales tecnócratas impulsores de la gobernanza de la cosa. Defender Europa
significa en primer lugar defenderla de la Comisión Europea, es así de simple y
de crudo. Y cuando se tiene que optar entre el Sí y el No en un referéndum, que
también es un instrumento democrático, debería quedar bien claro que un Sí a
Europa desde abajo a la izquierda, es al mismo tiempo un No al artificio etiquetado
como Europa por los acólitos y los voceros de la economía global, esos herederos espirituales patosos y gafes de los
vendedores de crecepelos milagrosos de las ferias del Medio Oeste.