El tiempo y el dinero
son los dos elementos fundamentales de la macro crisis sin expectativas inmediatas
de salida por la que atravesamos. El dinero ha servido para comprar tiempo, según
una hipótesis de trabajo del sociólogo W. Streeck (véase su Buying Time, “Comprando tiempo”). Pero
el tiempo “ganado” de esa forma no ha servido más que para prolongar la crisis
y agravar sus dimensiones globales. Hoy la deuda (deuda pública y deuda
privada, tanto monta monta tanto) ha pasado a ser el elemento esencial de la
estructura de los estados. Y los plazos de cumplimiento de la deuda, sumados a
los valores de la prima de riesgo, son las premisas que determinan la política económica
a seguir por cualquier gobierno. Ya no estamos en las coordenadas y las expectativas
del estado social, sino con la soga al cuello del estado deudor.
Este cambio
cualitativo se delinea como un elemento crucial de la perspectiva, pero la
política no acaba de tomar conciencia del dato. Demasiado atareados en la maniobra
cortoplacista, los políticos no perciben el sentido del movimiento de fondo; lo
único que alcanzan a ver es que sus márgenes de decisión se reducen cada vez
más. Esta sensación de ahogo es particularmente perceptible en las filas de la
socialdemocracia vieja y nueva, para la que la sociedad del bienestar es aún un
puerto seguro que sigue ahí esperándonos, y basta corregir el rumbo para
recalar de nuevo en ella liberados de las tormentas financieras.
El gobierno de Mariano
Rajoy, que abomina de la socialdemocracia y reduce la expectativa de bienestar
a unas capas exclusivas de la ciudadanía, ha encontrado sin buscarlo un
repliegue favorable de la coyuntura, que le permite de forma simultánea ganar
tiempo para aplazar sus obligaciones pendientes, y gastar más dinero sin
endeudarse. Con todas las instituciones del país en suspenso, paralizado el
cumplimiento de los plazos legales, disuelto el órgano legislativo y de control,
prorrogado el aforamiento de sus amistades ante las responsabilidades penales y
fiscales que se les exigen, el ejecutivo medra sin más control que su albedrío
ni más responsabilidad que el juicio de la historia, y vive la euforia de quien
está en condiciones de cargar impunemente el despilfarro propio sobre espaldas
ajenas. Puede que más adelante llegue el momento amargo de hacer los deberes;
pero de momento Mariano está en el tiempo del recreo.
Son paradojas que
trae consigo el tiempo, que como descubrió Bergson no es un concepto unívoco. Está
de un lado el tiempo abstracto, mensurable en segundos y décimas de segundo, útil
para fijar plazos y para batir récords y para señalar términos a la renovación
de las instituciones y la validez de las legislaturas. Y luego está el otro
tiempo, el tiempo de la vida, que transcurre sin sentir pero consume nuestras
fuerzas y ahonda las arrugas de nuestro cuerpo.
Solo se puede
comprar el tiempo en su primera acepción; no en la segunda. Pero sigue siendo
un equívoco extendido pensar que, ganando tiempo en el corto plazo, mejoraremos
nuestras opciones a largo término, como si una ganancia de tiempo abstracto
dejara en suspenso las leyes de la duración.
Algunos se comportan
como Oliver Hardy en aquella película en la que, ejerciendo de salteador de
caminos aficionado, intentaba atracar a Fra Diavolo, el bandolero más peligroso
de la comarca, y era condenado a ser ahorcado a manos de su compañero de
fatigas. Stan le explica entre sollozos lo mucho que le duele verse en el
trance de ser el verdugo de su mejor amigo, y Oliver le contesta displicente:
«Acaba de una vez, y no me hagas perder más tiempo.»