Siguen coleando las
declaraciones de Juan Rosell, para quien el empleo fijo «es cosa del siglo
XIX». La apreciación resulta chocante y la precisión de siglo bastante
paradójica, pero responde a una óptica empresarial, diríamos, “a ultranza”.
Hubo un tiempo en que la religión del beneficio imponía a los empresarios tener
a su entera disposición una fuerza de trabajo numerosa, dócil y no contaminada
por los vientos socialistas y anarquistas procedentes de una Europa atea, obrerista
y echada definitivamente a perder. Entonces se construyeron a lo largo de los
ríos catalanes fargas y colonias textiles que concentraban a las familias de
los trabajadores en las condiciones casi de un convento de clausura, las
alimentaban a través de los economatos de la empresa (dándoles en vales una
parte del salario, de modo que todo quedaba obligatoriamente en casa), velaban
por su reproducción ordenada en paritorios también proporcionados por la
empresa y nada gratuitos, dificultaban la entrada y salida de elementos extraños
potencialmente subversivos, y celebraban las ceremonias religiosas, de asistencia obligatoria, unidos en una
gran familia. Época feliz a su modo, desde el punto de vista de Rosell, pero
imposible de reproducir desde los parámetros del siglo XXI.
Aquello era empleo “seguro”,
aunque con una dosis alta de violencia de orden cuartelero o conventual sobre
las personas de los trabajadores dependientes y sus destinos. Hoy es incompatible
con los parámetros de la vida moderna una solución empresarial parecida, pero
la subordinación deseable de una fuerza de trabajo sobrecargada de obligaciones
y ausente de derechos se consigue por otros medios, también relacionados con la
violencia impuesta desde el mando.
Más de 1,5 millones
de personas están subempleadas en España, es decir que están contratadas por un
horario menor de la jornada legal, y no por elección propia. De ellos, dos
terceras partes son mujeres, cifra equivalente a la media en la Unión Europea. Desde
el punto de vista de la ley, el trabajo a tiempo parcial ofrece a las mujeres
una opción dirigida a conciliar la vida laboral con la atención a la familia, pero
en este respecto los porcentajes comparativos con Europa son bastante más
diferenciados: un 9,5% de danesas y un 13,4% de holandesas en esa situación
desearían trabajar más horas; en España las cifras suben hasta el 54,2%.
Conviene encuadrar
estos parámetros en el contexto general. Un subempleo tan elevado se da en
España simultáneamente a un desempleo galopante y a una sobrecualificación
altísima. Es decir, que una mujer joven (para ir al caso extremo, no es que para
el varón todo sean tortas y pan pintado) no encuentra trabajo, y si lo
encuentra es por debajo del nivel de estudios y de cualificación que posee, y aun
así, por menos horas de las que desearía emplearse.
Menos horas
cobradas, en todo caso. Según Elisa Chuliá, investigadora de Funcas y profesora
de la UNED, citada en un artículo de Alicia Rodríguez de Paz en La Vanguardia
(1), «una parte de estos contratos enmascaran en la práctica horarios mucho más
extensos.»
La transparencia de
las cifras contrastadas da idea de la dimensión social de las afirmaciones del
mandamás de la CEOE. Esta es la realidad del empleo en España: ni fijo, ni
justo, ni decente, ni suficiente. Si el empresariado desea asumir la condición
de salvapatrias de turno, deberá empezar por hacer examen de conciencia.
Algunos empresarios
lo están haciendo ya, desde la cárcel.