Nunca ha estado del
todo clara la utilidad de los sindicatos, ni siquiera en una sociedad
organizada a partir del trabajo. Se ha criticado su corporativismo, su visión
parcial y en cierto modo egoísta de las necesidades sociales, su vocación
defensista, su promoción del conflicto social como método; y de forma más
global dentro de la teoría de la izquierda, se ha señalado su carácter
subordinado y de alguna manera ancilar (la correa de transmisión) en relación
con la primacía jerárquica y la ambición prometeica de los partidos políticos.
La cosa ha ido a
peor desde que se arrumbó el trabajo como principio organizador de la sociedad
y como motor de la economía, para hacer descansar en el emprendimiento creativo la generación
exclusiva de valor económico. Se ha puesto en cuestión no solo la función del
trabajo, sino la de la solidaridad, e incluso en último término la de la
sociedad. Margaret Thatcher declaró que la sociedad no existe en la realidad
material: ella solo veía individuos, en competencia cerrada unos con otros.
Pudo ser simplemente una ocurrencia, pero los mercados se aferraron a ella. Si
todo se reduce a individuos que compiten de forma despiadada entre sí, el éxito
de unos conlleva el fracaso de otros, y a largo plazo el progreso de las elites
implica el retroceso de las masas. Lo llaman darwinismo social, una variante neomoderna
de la teoría de la supervivencia de los más aptos.
Es obvio que el
sindicalismo no tiene cabida en este esquema; si solo existen los individuos,
cada cual debe ayudarse a sí mismo, y los débiles, los enfermos y los
ignorantes están condenados a la desaparición. El papel de los sindicatos,
según los argumentarios vigentes en el Eldorado neoliberal, es retardatario
puesto que estimula la pereza y disminuye la productividad de la fuerza de trabajo
al nivelar por lo bajo las remuneraciones y sofocar la creatividad y la
diligencia de los operarios más dotados o activos.
Frente a marcos
mentales tóxicos de este tipo, son muchos los estudiosos que señalan, datos y
gráficas en mano, el papel histórico fundamental que han jugado los sindicatos en
una redistribución más igualitaria de las rentas y en la cohesión social frente
a la disgregación progresiva generada bajo el paradigma neoliberal. Una pieza
destacada en esta orientación es el trabajo de R. Wilkinson y K. Pickett, “La
importancia del movimiento sindical en la reducción de la desigualdad” (ver http://pasosalaizquierda.com/?p=875).
Hay ejemplos más próximos y recientes, como el de Juan Torres López
(ver http://juantorreslopez.com/impertinencias/para-que-sirven-los-sindicatos/).
Mi problema
entonces es que me parece demasiado corto el radio de acción trazado por estas argumentaciones
de las bondades del movimiento sindical. Limitar la utilidad del sindicato a un
reparto más igualitario de la riqueza viene a ser una manera de convertirlo en
funcional a un sistema económico, el capitalista, necesitado de correcciones y
ajustes para desplegar sus virtudes positivas. El sindicato sería como el
contrafuerte que se añade a un muro a fin de evitar el pandeo; como los frenos
de disco o el airbag incorporados a un modelo velocísimo de automóvil con la
intención de mejorar la seguridad y prevenir desgracias.
El sindicato no es
solo eso: es una disfunción efectiva en el corazón del capitalismo. Tienen
razón quienes, desde la lógica de la propiedad y el beneficio privados, lo
consideran un estorbo o, peor aún, un enemigo. Lo es. La lógica del
sindicalismo está situada en otra órbita: la de la democracia política en crudo
y sin andadores tecnocráticos, la del conflicto como vía de progreso compartido,
la del trabajo digno como eje vertebrador de una sociedad solidaria, la del avance
progresivo en la humanización de las relaciones sociales como horizonte para
alcanzar, en el largo plazo, el final de todas las formas de explotación de
unas personas humanas por otras.
Para todo ese
programa máximo, la centralidad y el protagonismo del sindicato me parecen
imprescindibles.