Añora Joan Marsé en
una entrevista la época feliz de su iniciación a la lectura, cuando una
inocencia cultural absoluta le hacía disfrutar por igual de las historias de
R.L. Stevenson y de J. Mallorquí. Según el canon cultural occidental (el
establecido por Harold Bloom, por ejemplo), estaba cometiendo un pecado de falta
de gusto, pero Juanito Marsé desconocía el canon cultural de Bloom o cualquier
otro, y repartía de forma equitativa su entusiasmo estéticamente virginal entre el
Coyote y la Isla del Tesoro.
Lo malo de los
cánones de lectura más renombrados y empingorotados, es que ni es posible leer
todo lo que se publica, ni es probable que haya alguien capaz de disfrutar
todas las bellezas múltiples y contradictorias incluidas en un canon determinado.
Por un lado tenemos a un lector normal como Eduardo Mendoza, que estima que la
mayoría de lo que ofrece el mercado es una birria; por otro, a una lectora de
talante y talento enciclopédico cuyo nombre no he llegado a registrar, y que
nos anima desde las páginas del diario a ahondar en el conocimiento de todo lo
que forma parte de la amplísima variedad de culturas del mundo, desde los
guaraníes, por ejemplo, hasta los mongoles, un decir. Semejante esfuerzo lector
serviría para equilibrar nuestro
eurocentrismo innato, y ofrecernos una visión más policultural de la realidad.
Dudo que el resultado valga la pena en algún sentido.
Cambiando de arte,
está el problema de que unos compositores de música aborrecían lo que creaban
otros, mientras que a los auditorios de los conciertos se les ofrece un
panorama ecléctico capaz de incluir en el mismo programa a enemigos acérrimos.
Chaikovsky calificó de sinvergüenza a Brahms, y se quejó de que se considerara
un genio a una persona que en cuestión de inspiración musical tenía el
encefalograma plano. Nos lo advertirán picaronamente los programas de mano de
algún concierto en el que, a plena conciencia del programador, Chaikovsky
aparecerá en la primera parte, y Brahms en la segunda. También nos colocarán
juntos a Rossini y Wagner, cuando el primero dedicó al otro un piropo dudoso al opinar que tenía momentos
sublimes unidos a cuartos de hora soporíferos. Dallapiccola opinaba de Vivaldi
que no había escrito quinientos conciertos, sino quinientas veces el mismo
concierto. El canon musical los engloba a todos ellos en un mismo ideal
estético, y al oyente tipo se le alecciona sobre un saber enciclopédico de la
historia de la música que no tiene nada que ver con el placer de escuchar.
En la pintura los
estragos producidos por el canon son menores, porque la secuencia de la visita
en los museos sigue un orden cronológico, de modo que quien quiera buscar los
Rothkos no los encontrará nunca junto a los Van der Weyden, y quien no quiera
avanzar más allá de Goya tendrá siempre la opción de dar media vuelta y
regresar a Giorgione. Pero el principio debe ser el mismo en todos los casos:
la regla psicológica exige el enfrentamiento de un solo degustador (lector,
oyente, espectador) con una sola obra de arte, con resultado positivo (placer),
negativo (desagrado) o neutro (indiferencia). El placer vicario que deriva del reconocimiento
del mérito de una obra mediante el aprendizaje previo de sus virtudes gracias a
la consulta canónica correspondiente como argumento máximo de autoridad, es
solo un placer de connoisseur, no un placer
estético primario.