jueves, 5 de mayo de 2016

PLACER ESTÉTICO Y CANON CULTURAL


Añora Joan Marsé en una entrevista la época feliz de su iniciación a la lectura, cuando una inocencia cultural absoluta le hacía disfrutar por igual de las historias de R.L. Stevenson y de J. Mallorquí. Según el canon cultural occidental (el establecido por Harold Bloom, por ejemplo), estaba cometiendo un pecado de falta de gusto, pero Juanito Marsé desconocía el canon cultural de Bloom o cualquier otro, y repartía de forma equitativa su entusiasmo estéticamente virginal entre el Coyote y la Isla del Tesoro.
Lo malo de los cánones de lectura más renombrados y empingorotados, es que ni es posible leer todo lo que se publica, ni es probable que haya alguien capaz de disfrutar todas las bellezas múltiples y contradictorias incluidas en un canon determinado. Por un lado tenemos a un lector normal como Eduardo Mendoza, que estima que la mayoría de lo que ofrece el mercado es una birria; por otro, a una lectora de talante y talento enciclopédico cuyo nombre no he llegado a registrar, y que nos anima desde las páginas del diario a ahondar en el conocimiento de todo lo que forma parte de la amplísima variedad de culturas del mundo, desde los guaraníes, por ejemplo, hasta los mongoles, un decir. Semejante esfuerzo lector serviría para equilibrar  nuestro eurocentrismo innato, y ofrecernos una visión más policultural de la realidad. Dudo que el resultado valga la pena en algún sentido.
Cambiando de arte, está el problema de que unos compositores de música aborrecían lo que creaban otros, mientras que a los auditorios de los conciertos se les ofrece un panorama ecléctico capaz de incluir en el mismo programa a enemigos acérrimos. Chaikovsky calificó de sinvergüenza a Brahms, y se quejó de que se considerara un genio a una persona que en cuestión de inspiración musical tenía el encefalograma plano. Nos lo advertirán picaronamente los programas de mano de algún concierto en el que, a plena conciencia del programador, Chaikovsky aparecerá en la primera parte, y Brahms en la segunda. También nos colocarán juntos a Rossini y Wagner, cuando el primero dedicó al otro un piropo dudoso al opinar que tenía momentos sublimes unidos a cuartos de hora soporíferos. Dallapiccola opinaba de Vivaldi que no había escrito quinientos conciertos, sino quinientas veces el mismo concierto. El canon musical los engloba a todos ellos en un mismo ideal estético, y al oyente tipo se le alecciona sobre un saber enciclopédico de la historia de la música que no tiene nada que ver con el placer de escuchar.
En la pintura los estragos producidos por el canon son menores, porque la secuencia de la visita en los museos sigue un orden cronológico, de modo que quien quiera buscar los Rothkos no los encontrará nunca junto a los Van der Weyden, y quien no quiera avanzar más allá de Goya tendrá siempre la opción de dar media vuelta y regresar a Giorgione. Pero el principio debe ser el mismo en todos los casos: la regla psicológica exige el enfrentamiento de un solo degustador (lector, oyente, espectador) con una sola obra de arte, con resultado positivo (placer), negativo (desagrado) o neutro (indiferencia). El placer vicario que deriva del reconocimiento del mérito de una obra mediante el aprendizaje previo de sus virtudes gracias a la consulta canónica correspondiente como argumento máximo de autoridad, es solo un placer de connoisseur, no un placer estético primario.