Así se llamará,
según un tuitero, un nuevo partido que tendría la intención de fundar Anna
Gabriel, educadora social, jurista y diputada por la CUP en el Parlament de
Catalunya. Gabriel expresó en una entrevista en Catalunya Ràdio su
insatisfacción por las carencias que a su juicio presenta la familia nuclear que
constituye el paradigma de las actuales sociedades avanzadas, y reivindicó un
tipo de educación más colectivo, sin roles marcados de género y con un reparto comunitario
de las tareas, como en las épocas en que todos los hijos lo eran, no de sus
padres biológicos, sino de la “tribu”.
Por alguna razón no
inocente, sus razonamientos han saltado a las portadas de todos los medios,
tergiversados y ridiculizados. Como si estuviera proponiendo un retroceso desde
la modernidad al salvajismo primigenio. Entre tanto rasgarse de vestiduras, el
chiste tuitero es casi una flor. Otro espontáneo ha añadido que Pablo Iglesias
se apresurará a pedir una confluencia con la nueva formación.
Cuando hayan
acabado ustedes de reírse de tanto ingenio, quizá podamos empezar a admitir que
tenemos un problema comunitario con los hijos. No es solo el mal funcionamiento
social de la célula familiar, el reparto desigual de las cargas, la dejadez o en
el extremo contrario el rigor excesivo, los abusos, las amenazas, los maltratos
de obra, a veces revertidos por hijos problemáticos en el maltrato a padres
ancianos o a abuelos.
El problema no está
solo en el secreto del sancta sanctorum privado e intocable del círculo familiar;
lo está también en la irresponsabilidad utilizada por las esferas públicas como
principio fundamental de la gobernanza en estos asuntos. Los hijos, y su
educación como antesala y preparación para la vida social, son algo que no
preocupa al poder; la educación es esa partida de los presupuestos que tiene
todos los números del sorteo cuando se rifa un recorte drástico. La vida social,
en consecuencia, se resiente. Se suceden las generaciones perdidas, los ni-nis,
y cuando los nietos alcanzan la mayoría de edad no tienen otro horizonte que el
de sumarse a sus padres en la okupación pacífica o tumultuosa de la
casa y la libreta de las pensiones de los abuelos. La falta de trabajo estable, otra flor brotada en el mismo
prado, se suma al hacinamiento de unas personas que no disponen de la
habitación propia que reivindicaba la escritora para asentar su autonomía.
No es seguramente
el hábitat más deseable para el despegue tanto económico como cultural que
auguran nuestros oráculos liberales. La presión social empuja hacia abajo con
más y más fuerza; no hacia lo alto. La enérgica acción social de la iglesia
católica tampoco está dando los frutos que se podían esperar de ella, tal vez
porque canaliza más recursos hacia los energúmenos colocados en los medios de comunicación
de su propiedad, con el fin de defender unas ideas, no exactamente propias de
la tribu, pero sí de la caverna; y en no menor medida, porque su política
educativa está gravemente lastrada por la presencia ubicua de depredadores de
inocencias infantiles, protegidos por el silencio espeso de la jerarquía.
No es cosa de risa,
entonces, buscar alternativas a los modelos de paternidad, de religión y de
educación consagrados por los usos y las costumbres. Y tampoco es ninguna
barbaridad poner en común, cuando no los hijos, sí la preocupación por los
hijos, por parte de la comunidad social. De la ciudadanía.