El economista Antón
Costas publica hoy en La Vanguardia un análisis sugerente del enrevesado
momento político que vivimos (1).
Apuntaré, sin
detenerme en ella, su interpretación de por qué las distintas fuerzas políticas
han preferido una nueva convocatoria electoral antes que un gobierno de
coalición, después de los resultados del 20D: los herederos in pectore del
bipartidismo difunto, supone Costas, han reclamado un duplicado del certificado
de defunción, como garantía cautelar antes de proceder a maniobras más
comprometidas.
Ingenioso, cierto. Pero
lo que encuentro particularmente sugerente en su artículo es otra cosa: la
propuesta de afrontar el nuevo ciclo político, que se inicia fuera de la protección
del paraguas del bipartidismo, mediante la forja de una doble coalición. Se
trataría, dicho al modo castizo, de avanzar políticamente con un par. Un par, por
añadidura, cantable al son de la Bamba: “Para asaltar los cielos, para asaltar
los cielos se necesita una escalera grande; una escalera grande y otra chiquita
allá arriba, allá arriba”.
El par de escaleras
queda sintetizado de este modo, en las palabras de Costas: «Por
un lado, una gran coalición a cuatro para acordar las nuevas reglas básicas
para la convivencia, la mejora de la democracia y el funcionamiento del Estado
autonómico. Por otro, una pequeña coalición para gobernar el día a día.»
Es decir: el primer elemento debe ser un gran
consenso, empujado por una fuerte presión social, con el fin de abrir un
proceso de resanamiento de las instituciones a medio o largo plazo. Ahí han de tener
necesariamente cabida todas las fuerzas políticas democráticas en presencia. Cuatro,
cinco o las que sean: estatalistas, nacionalistas y federalistas;
constitucionalistas y populistas; de izquierda y de derecha; de arriba y de
abajo. (Todas las fuerzas reconocibles; no, obviamente, todos los líderes y
lideresas adictos al cotarro. A muchos, ya se les ha pasado el arroz).
El segundo elemento sería una coalición
pequeña, con no mucho afán de protagonismo y tampoco excesivamente beligerante
en los grandes temas del Estado, pero sí lo suficientemente sólida para encarar
el día a día “ejecutivo”, no con ánimo de continuismo ni de revancha, sino con
el norte puesto en la razón práctica, de modo que sirviera para mejorar una
convivencia muy deteriorada a fecha de hoy.
No habría, eso es obvio, amnistías penales ni
fiscales, condonamientos caprichosos de deudas, ni prescripciones
reglamentarias de delitos. El borrón y la cuenta nueva no podrían ser utilizados
para legalizar de facto situaciones de privilegio injustas. El olvido legal y
la desmemoria deberían quedar proscritos en el gran consenso con cabida para
todos. Un nuevo andamiaje del estado no se levanta sobre lagunas legales,
oquedades ni prorrateos caprichosos en los repartos de culpas.
Manuela Carmena, la imprescindible alcaldesa
de Madrid, podría darnos a todos clases acerca de cómo gestionar una situación
envenenada desde la voluntad de avanzar procurando no ofender sensibilidades, y
de cómo convertir la rectificación frecuente de las propuestas hechas a la
ciudadanía, no en una muestra de debilidad, sino de fuerza tranquila y de
paciencia.
Ya volverán, como las oscuras golondrinas,
los tiempos de los grandes desafíos a ultranza. El momento actual debe ser el
del asentamiento y la nivelación, el de la redefinición de las reglas del juego.
Para, a partir de ahí, avanzar hacia una reconstrucción.