Leo en las crónicas
periodísticas que la final de la Copa fue un partido “épico” e “inolvidable”.
Será que a los periodistas les encanta ver saltar por los aires a los
futboleros y caer despatarrados sobre el césped en posturas variadas. Tiene un
pase que lo llamen épica; me recuerda un cantar de gesta de mis años mozos, hoy
en desuso seguramente por mor de la corrección política. Decía así:
«Hemos ganao
el equipo colorao;
el portero medio muerto
y el defensa escalabrao.»
Recia virilidad en
la que hemos sido educados. No se me olvidan las instrucciones de un míster que
tuve en aquellos años: «o dejas pasar el balón, o al jugador rival; a los dos
juntos, nunca.» Todo fluye, según la doctrina de Heráclito, pero las tácticas
siguen imperturbables. Y eso que aquel era un equipo de colegio, nada de
profesionales dispuestos a la conquista de un trofeo jugando “a muerte”. A
muerte del contrario, claro.
Me apeo de la épica.
Algunos psicólogos
sostienen que el espectáculo deportivo libera las pulsiones agresivas latentes
en el sustrato último del ADN de los cromañones vetustos que somos todavía, y
que eso tiene un efecto benéfico en la convivencia. Monsergas. Lo mismo hacían
los romanos antiguos en los juegos de gladiadores, y aquello nunca mejoró los
estándares de cooperación y solidaridad del imperio.
Si yo quisiera ver
gladiadores, me pondría el DVD de aquella de Russell Crowe. Lo que quería ver
ayer es fútbol. Y sería imperdonable no dar las gracias a Andrés Iniesta por dar
a todos una lección sencilla de cómo es el fútbol y cómo se hace. Sin épica.