jueves, 19 de mayo de 2016

ESTELADAS EN EL ESTADIO


Me parece sensato pedir que no se lleven banderas a los espectáculos deportivos. Es muy cierto, en mi opinión, que se hace política – la peor clase de política, además: patriotera, chovinista – con el deporte, y que una sociedad sana debería mantener una absoluta o casi absoluta estanqueidad entre las dos esferas. Sería una medida sensata prohibir todas las banderas, enseñas, bufandas y camisetas de colorines que no fueran exclusivamente las que mostraran los colores de los equipos contendientes. O sea, prescindir austeramente de las identificaciones abusivas entre dos sentimientos que tienen poco o nada que ver el uno con el otro.
Desde esta declaración de principios, me parece claro el corolario siguiente: prohibir unas banderas y permitir alborozadamente otras, confiscar las esteladas y propiciar, por ejemplo, la exhibición de banderas rojigualdas con la silueta negra de un toro en el centro, me parece un ejercicio vomitivo de ultraautoridad. Porque entonces el problema ya no es la polarización política de una competición deportiva, sino la decantación forzada del deporte hacia unos terrenos políticos determinados, con cláusula de exclusividad. Ya no es la preservación de la pureza de un ámbito al que concurren en libertad personas de distintas lenguas, razas, sensibilidades y creencias, sino la exclusión de algunas de esas lenguas, razas, etc., de un contubernio político-deportivo reservado a otras.
Me parece bien que el señor Puigdemont no acuda al estadio del Manzanares, pero no por la prohibición de las esteladas sino porque su presencia institucional no tenía ninguna significación reconocible en ese lugar. Otro tanto cabe decir de la señora Díaz. Y por la misma razón, me parece mal que acuda SM el rey Felipe VI, y peor aún que adorne con su nombre (su nombre solo, ya que no es él quien lo financia) el trofeo en disputa. Vaya al fútbol en buena hora de todos modos si es su gusto, y ocupe su lugar en la tribuna, porque esa libertad no se debe quitar a nadie; pero no se queje él, ni se quejen otros, de que su presencia sea abucheada por un sector de la grada.
Donde no existe unanimidad, no es lícito fabricarla de forma artificial desde la autoridad gubernativa; esa es la regla del juego. En democracia, claro.