Me parece sensato
pedir que no se lleven banderas a los espectáculos deportivos. Es muy cierto,
en mi opinión, que se hace política – la peor clase de política, además: patriotera,
chovinista – con el deporte, y que una sociedad sana debería mantener una
absoluta o casi absoluta estanqueidad entre las dos esferas. Sería una medida
sensata prohibir todas las banderas,
enseñas, bufandas y camisetas de colorines que no fueran exclusivamente las que
mostraran los colores de los equipos contendientes. O sea, prescindir austeramente
de las identificaciones abusivas entre dos sentimientos que tienen poco o nada que
ver el uno con el otro.
Desde esta
declaración de principios, me parece claro el corolario siguiente: prohibir
unas banderas y permitir alborozadamente otras, confiscar las esteladas y propiciar, por ejemplo,
la exhibición de banderas rojigualdas con la silueta negra de un toro en el
centro, me parece un ejercicio vomitivo de ultraautoridad. Porque entonces el
problema ya no es la polarización política de una competición deportiva, sino
la decantación forzada del deporte hacia unos terrenos políticos determinados,
con cláusula de exclusividad. Ya no es la preservación de la pureza de un
ámbito al que concurren en libertad personas de distintas lenguas, razas, sensibilidades
y creencias, sino la exclusión de algunas de esas lenguas, razas, etc., de un
contubernio político-deportivo reservado a otras.
Me parece bien que
el señor Puigdemont no acuda al estadio del Manzanares, pero no por la
prohibición de las esteladas sino porque su presencia institucional no
tenía ninguna significación reconocible en ese lugar. Otro tanto cabe decir de
la señora Díaz. Y por la misma razón, me parece mal que acuda SM el rey Felipe
VI, y peor aún que adorne con su nombre (su nombre solo, ya que no es él quien
lo financia) el trofeo en disputa. Vaya al fútbol en buena hora de todos modos
si es su gusto, y ocupe su lugar en la tribuna, porque esa libertad no se debe
quitar a nadie; pero no se queje él, ni se quejen otros, de que su presencia
sea abucheada por un sector de la grada.
Donde no existe unanimidad,
no es lícito fabricarla de forma artificial desde la autoridad gubernativa; esa es
la regla del juego. En democracia, claro.