martes, 19 de junio de 2018

"A LOS NUESTROS, POR DESGRACIA, NOS LOS TENEMOS QUE QUEDAR"


La coletilla de Matteo Salvini después de anunciar su intención de expulsar de Italia a todos los gitanos en situación irregular, forma parte por méritos propios de la historia universal de la infamia que empezó a escribir tiempo atrás Jorge Luis Borges. Proclama, con alarde, la condición no humana ─la deshumanización─ de un colectivo determinado de personas; su marginación drástica de los derechos mínimos, establecidos por el concierto de las naciones, comunes a todas y todos.
A tal señor tal honor, fue Jesús de Galilea quien defendió en primer lugar la premisa de que todo el género humano formaba parte de aquel “pueblo elegido” que la vieja ley mosaica reducía a privilegio de los miembros de una raza determinada que cumplían de modo escrupuloso unos rituales de limpieza y de diferenciación. Ni raza ni ritual, a partir de la “nueva ley” todos los humanos quedaron señalados (¿”empoderados”, podríamos decir haciendo uso del terminacho posmoderno?) como libres, iguales y destinados a la salvación así individual como colectiva.
Caracalla, un par de siglos después de la vida de Jesús, vino a sancionar administrativamente la idea, al declarar ciudadanos del Imperio a todos los habitantes de sus territorios, sin excepción. Bien es cierto que seguía negándose la común condición humana a quienes habitaban fuera de las fronteras, los “bárbaros”, y a los esclavos, una institución de lo más cómodo que anticipaba resabios tayloristas al negar de forma tajante a la fuerza de trabajo "infrahumana" los derechos de ciudadanía.
En los siglos intermedios, la misma palabra latina, "hostes", designaba al extraño y al enemigo. La lengua da la medida de la hostilidad activa y operante entre las distintas comunidades humanas en aquellas épocas oscuras.
El siguiente avance no llegó hasta la época de la extensión del comercio, la internacionalización de los mercados y la aparición de los Estados modernos. Se formuló un “derecho de gentes” que regularizaba la condición de los extranjeros y establecía garantías para ellos. El nuevo interfaz amistoso en las relaciones entre países quedó limitado, de todos modos, al “ecúmene”, y todo lo que quedaba fuera de ese ámbito (en América, Asia y África) era considerado presa legítima para la voracidad de los imperios centrales. Dejando a salvo el esfuerzo evangelizador de los misioneros que acompañaban a los ejércitos y bautizaban celosamente a los indígenas antes de que estos fueran ahorcados por el delito de rebelión.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos no llegó hasta 1948, hace cuatro días como quien dice. Matteo Salvini acaba de pasársela por la entrepierna, al negar derechos de simple humanidad a los gitanos sin papeles, y lamentar de paso tener las manos atadas por la propia Constitución italiana para “limpiar” de forma definitiva su territorio de esa otra “plaga”: los gitanos con papeles.
Italia retrocede a pasos acelerados hacia las “leyes raciales” dictadas por Benito Mussolini. Es de desear que la ascensión al poder de un nuevo Duce no sea irresistible.