Recorté el artículo
de Mariana Mazzucato en El País de papel del domingo (1) para leerlo despacio
en el AVE, en el viaje de regreso a Barcelona.
Lo leí tres veces.
No pretendo
explicarlo ce por be. Es muy directo y conciso, muy claro. La idea de partida
es la siguiente contradicción, planteada por Dick Nelson. ¿Por
qué la ciencia y la tecnología nos han llevado hasta la Luna, y sin embargo no
han sido capaces de hacer desaparecer los guetos?
La respuesta es
evidente: la ciencia y la tecnología tienen una capacidad prodigiosa para
contribuir a una existencia mejor y más satisfactoria, el único requisito para
ello es utilizarlas bien.
Aprovechar bien las
enormes posibilidades de la ciencia y la tecnología implica una forma particular
de trabajar (me remito al respecto a tantos posts anteriores sobre el tema) y
asimismo una forma particular de gobernar; y este último es el punto en el que
quiero insistir ahora. Los retos globales imponen respuestas globales, los
retos concretos imponen una capacidad de respuesta concreta. A eso es a lo que
Mazzucato denomina “misiones”.
Una “misión”, dice
la autora, es un reto más complejo y más “perverso” que el de llegar a la Luna.
La perversión consiste en que los efectos reales se vuelven en contra de las
intenciones ideales. Algo emprendido para mejorar la vida de las personas suele
acabar por empeorarla (en los grandes números; algunos pasan a acumular más
poder y más recursos, en el proceso fallido de mejorar la vida de los otros); la
desigualdad se acentúa, el entorno se degrada.
El gobierno de la
innovación no puede ser rutinario, ni abandonarse al criterio de los egoísmos
privados, ni ser cauteloso, ni delegar la gestión concreta de los procesos en
las indicaciones abstractas de los algoritmos. El crecimiento necesita una
dirección adecuada y unos criterios. Señala Mazzucato que las misiones deben
ser audaces, tener valor social, ser concretas, ser evaluables en términos
cuantitativos al final del plazo marcado. También, y la cuestión me parece de la
máxima importancia, fomentar (cito textualmente) «colaboraciones entre
sectores, entre participantes y entre disciplinas, y que permitan múltiples
soluciones distintas y desde la base.»
Un dogma ridículo
de la política de campanario exige al político “cumplir el mandato de los
electores”. Es ridículo porque implica una confusión inaceptable entre el “proyecto”
(el mandato inicial) y el “trayecto” (su realización práctica en el terreno de
lo concreto), como si los mandantes, una vez cumplido el trámite de la votación
solemne, se retiraran a sus cuarteles de invierno dejando a la clase política mandatada
el cuidado del cumplimiento estricto de lo demandado, en los términos escrupulosamente
estipulados.
Una “misión”, en
los términos definidos por Mazzucato, exige un compromiso mucho más amplio, y una
concepción del Estado que no se limita al leviatán informe y sobrehumano, sino
que abarca a los segmentos más vivos y movilizados de la sociedad civil. El
compromiso llama a una participación que pone en común energías individuales y
colectivas (sinergias) de distintos potenciales, pero confluyentes todas ellas.
El compromiso nace de una ilusión colectiva, de naturaleza social. El hecho de
que las dificultades principales y los posibles efectos “perversos” aparezcan
de forma imprevista en el curso de la realización de la misión, solo puede
remediarse con un carácter abierto de las propuestas: desde el momento en que todos
estamos llamados a participar en la misión, la realización de esta no requiere
una solución rígida, única y unívoca, sino que en cada momento crucial se
plantean varias soluciones posibles, y estas pueden ser evaluadas y rectificadas
«desde la base».
Actuar así supone una
revolución, cuando menos en la actitud y en la praxis política. Lo digo de
nuevo con las palabras de Mazzucato: «Se trata de conducir el crecimiento
económico en una dirección con más sentido.» La expresión “conducir” me gusta
en particular: es como seguir las revueltas de una carretera que por momentos
parecerá alejarnos de nuestro objetivo final, pero que a la larga nos asegura un
acceso más cómodo y práctico a lo que pretendíamos.
"Conducir" con GPS,
desde luego. Pero con las manos al volante y con los reflejos suficientes para
cambiar de dirección si un obstáculo imprevisto y no detectado por los radares
se interpone en nuestra ruta.