La ruptura del
bipartidismo que había sido la columna medular del tan traído y llevado régimen
del 78 se produjo hace ya algunos años, y llamó mucho la atención al principio.
«Nada será igual a partir de ahora», sentenciaron los analistas, y luego
siguieron haciendo los mismos análisis que antes en función de las mismas
premisas que antes. De tales análisis se derivaba que una moción de censura
como la sustanciada esta semana no era viable; los “números” la condenaban de
forma irremisible. Mariano Rajoy, un veterano de la política que ha vivido ya muchas
crisis anteriormente, tiró de manual y optó por acelerar el pase de la moción
por el Congreso, a fin de apartar rápidamente el problema y tener luego a su
disposición el tiempo necesario para asistir desde el palco de autoridades a
los partidos de la selección en el Mundial de fútbol. “¿Qué puede salir mal?”,
debió de preguntarse, despreocupado.
Excusen que lo
explique citándome a mí mismo: «Ha
concluido el ciclo vital de los partidos construidos sobre la jerarquía, con
las vacas sagradas indiscutibles dictando consignas desde su sanedrín. La
alternativa hoy debe ser la misma que prevalece en el actual escalón
tecnológico para la producción material de bienes y de servicios: organización
en red, flexibilidad, capacidad de respuesta rápida, y fiabilidad máxima.» (1)
Si vamos al fondo del análisis
de lo ocurrido esta semana, ha sido eso precisamente lo que ha pasado. Un gran
acuerdo de fondo improvisado a partir de una ventana de oportunidad, negociado
en red por una pluralidad de sujetos y resuelto con eficacia y limpieza. La percepción correcta de que la
indignación de amplios sectores de la sociedad con la gestión torticera del
gobierno y con la chulería de sus portavoces cambiaba por completo el anterior
clima de resignación impotente (“no hay alternativa”). La utilización veloz y
adecuada de los mecanismos jurídicos arbitrados por el estado de derecho para
restablecer los equilibrios dañados por la prepotencia de un ejecutivo
desmadrado.
Quienes afirman ahora que no se
puede gobernar con solo 84 diputados siguen pensando en etapas anteriores del
parlamentarismo, en grandes evoluciones de tropas en orden cerrado y en líneas
Maginot para la defensa. Todo eso es quincalla. La política ha accedido a una
fase nueva de levedad y de transversalidad.
Levedad ideológica y
organizativa: miniproyectos y microsoluciones. Grandes meteduras de pata
también, supongo, pero más fáciles de reparar o de soslayar, dada la peculiar
calidad de efímeros que tienen los acontecimientos en la sociedad on line. Transversalidad porque ya no
existe un monopolio absoluto del poder por parte de una elite social unívoca: las
elites de los negocios y de la cultura se mueven en sentidos diferentes y
chocan, como advierte el economista Thomas Piketty en un estudio reciente, y
ese hecho tiende a disgregar los grandes partidos, a poblarlos de corrientes
internas contradictorias y a difuminar su posición hegemónica.
La “nueva política” no consiste
en la presencia de rastas en el hemiciclo, sino en un cambio de paradigma político
por el que masas ciudadanas heterogéneas y diversificadas se arrogan un protagonismo
difuso y puntual frente a unas instancias de dirección que antes aparecían como
(casi) omniscientes y (casi) omnipotentes. La vieja advertencia de Alfonso
Guerra (“quien se mueva no sale en la foto”) ya no sirve, y ahora quien no sale
en la foto es precisamente quien no anda lo bastante listo para moverse. La
trilogía de Julio Anguita (“programa, programa, programa”) carece de sentido
como esquema de andadura por la política actual. El sueño de Mariano Rajoy de
regresar al primer plano después de una temporada en los cuarteles de invierno
va a ser de realización muy difícil, en los tiempos acelerados en los que se
mueve la política. Y el maquiavelismo de Carles Puigdemont, dispuesto a mover
los tenues hilos de la gobernación de Cataluña desde una distancia remotísima y
sin más instrumento en las manos que la obediencia ciega de los fieles, no pasa
de ser el sueño de una noche de verano sin la chispa de la comedia de
Shakespeare.