Convocada por el “efecto
llamada” de los posicionamientos públicos de representantes conspicuos del alto clero y
la alta judicatura, la violación en grupo despunta como el nuevo deporte de
moda para el verano. Un obispo sostiene que las muchachas en flor están
poseídas por el diablo; un juez discrepante asegura que las víctimas gozan al
ser violadas. Del cruce de ambas afirmaciones resulta que la acción de violar
colectiva y desinteresadamente no es solo socialmente admisible, sino incluso
loable. En el caso reciente de Molins, la muchacha fue primero drogada,
asaltada luego en el maletero de un coche, y finalmente abandonada a su suerte
con catorce heridas y desgarros que hubieron de ser tratados en el hospital,
para no hablar de la ropa hecha jirones. A pesar de tales indicios, los
mastuerzos autores de la fechoría, que fue ritualmente grabada en sus móviles
para posterior envío a las redes sociales, aseguran que hubo consentimiento
expreso de principio a fin por parte de la víctima. En la Gran Canaria, otros
cuatro energúmenos protagonistas de una hazaña similar se han dado a sí mismos
el título nobiliario de “Nueva Manada”.
La pregunta que se
hacen al respecto muchas personas de bien, con una conciencia sensible, es por
qué las jóvenes de hoy se exponen tanto; por qué frecuentan las discotecas
hasta altas horas; por qué confraternizan con varones poco fiables a los que no
conocen apenas; por qué se animan a consumir el tercer cubata por más que sea
de invitación. La respuesta, simplificando mucho, es que las chicas quieren ser
iguales a los chicos. Tener su misma libertad, su desenvoltura, su
atrevimiento, sus mismos códigos sociales de aceptación y de pertenencia.
Digo “simplificando
mucho” porque las chicas no son género sino personas, con todas sus potencias y
sus sentidos. Con todos los derechos individuales y colectivos vigentes en una
sociedad moderna, como es la nuestra mientras no se demuestre lo contrario. No
están poseídas por el diablo, o en todo caso (para quienes acepten la
existencia del diablo y su presencia activa en el Mundo como uno de los
enemigos del alma inmortal ─Mundo, Demonio y Carne, según el viejo catecismo─),
no están “más” poseídas por el Maligno que los varones, cuya conducta desenfadada
no inspira el mismo horror a los obispos ni a los jueces discrepantes. Tampoco
disfrutan ellas, salvo posibles excepciones de orden patológico, con los
golpes, el maltrato y los forzamientos. Buscan otra cosa, y lo que encuentran
es eso. La violación en grupo de víctimas propiciatorias no es más “normal” ni
más aceptable que la conducta del violador solitario y compulsivo que acecha a
su víctima en un portal oscuro y esgrime una navaja como primer y único argumento.
Conviene detenerse
a pensar estas cosas. Dejar de considerar la sumisión como una cualidad que
realza la personalidad femenina; descartar la prudencia y el recato como
prendas reconocibles de la virtud, y la virtud misma como una exigencia
únicamente para una parte de la sociedad porque la otra, ya se sabe…
Este podría ser un
mundo espléndido si entre todas/todos conseguimos acabar de una vez con la
infección social que representan todas las pequeñas esclavitudes, los
prejuicios y las servidumbres, incluidas en el paquete las servidumbres
voluntarias.