lunes, 18 de junio de 2018

EL MILAGRO DEL TIEMPO DETENIDO


Signifique lo que signifique la cultura, es un fardo que cada persona lleva a cuestas. Más o menos voluminoso, más o menos precioso en sus contenidos; pero tanto si visitamos el palacio del Ermitage como un palenque de gallos de pelea en Tijuana, ese fardo nos acompaña de forma puntual e invariable. Solo en ocasiones excepcionales encontramos un lugar en el que los términos se invierten y la cultura ─la historia de las civilizaciones, para expresarlo de un modo más preciso─ ya no nos acompaña como un vademécum sino que se despliega ante nosotros como una entidad propia, separada, exenta de las servidumbres y limitaciones de la temporalidad.
Mi lista de alephs en el sentido borgiano del término incluye tres nombres nada más, tres lugares fuera del tiempo, o inmersos simultáneamente en dos secuencias temporales diferentes. Son ellos, por orden de aparición en mi existencia, la Alhambra de Granada, el Gran Canal de Venecia y las ruinas de Pompeya.
Hablo del momento en que los conocí. He vuelto a la Alhambra varias veces, pero he tenido que someterme a un recorrido rígidamente establecido y con limitaciones horarias, que impiden al visitante perderse en los recovecos del tiempo como me ocurrió a mí en mi primera visita, en 1970. En cuanto a Venecia, se ha convertido en un gran parque temático, y la superabundancia de turistas ambulantes inhibe cualquier excursión libre de la imaginación. Las piedras, el agua alta, las góndolas y los postes de amarre, los mosaicos y los frescos de los muros de los palacios, siguen impertérritos en su lugar, pero la atmósfera de otras épocas ya no se deja atrapar del mismo modo.
Es posible que Pompeya, sin embargo, aún conserve intacto su milagro de tiempo detenido. Se está excavando de nuevo, después de años en los que las obras eran únicamente de mantenimiento y consolidación. Durante esos años la Camorra napolitana ha estado moviendo toda clase de hilos institucionales para que el patrimonio mundial de la Unesco se redujera al perímetro del foro, las termas, algunas villas singulares y el estadio. El resto del terreno, fuera lo que fuere lo que se encontrara debajo de la capa de lava, ceniza y barro que sepultó la ciudad romana, debía ser destinado a provechosas transacciones inmobiliarias, en un lugar en el que las viviendas de alto standing con vistas directas a la bahía eran susceptibles de venderse como rosquillas.
Me encantaría ver, dentro de no mucho tiempo (mi propia fecha de caducidad está ya peligrosamente próxima), la Regio V, el sector pompeyano que ahora se pone al descubierto (1). Mis anteriores vagabundeos por las viejas calles empedradas y alcantarilladas, extraídas de su tumba volcánica y recuperadas para una vida abismalmente diferente de la de quienes la habitaron en tiempos, me provocaron en su momento una emoción singular, una sensación indefinida de déjà vu, como si en otra edad y otra existencia yo hubiera paseado ya por aquellos lugares.
Un escritor decimonónico de tercera fila, Wilhelm Hermann Jensen, acertó a describir esa sensación imprecisa en una novela, Gradiva, cuyo protagonista se obsesiona con una mujer entrevista fugazmente cuando doblaba una esquina de una calle pompeyana. Es apenas el talón atisbado en el acto de girar, y la gracia juvenil, casi danzarina, con la que acompaña el paso de su propietaria, lo que enamora al mirón. Corre a la esquina, pero la mujer ha desaparecido. La busca en todo el perímetro de la ciudad, y no la encuentra. Llega a la conclusión de que una grieta imperceptible en la muralla del tiempo le ha permitido presenciar el paso de una muchacha pompeyana que en realidad transitó por aquel preciso lugar muchos siglos atrás.
No he leído la Gradiva, sino el delicioso ensayo de Freud sobre ella. El mismo Freud advierte que no se trata de una buena novela, según los cánones con los que se evalúa la literatura. Tampoco se desliza don Segismundo hacia teorías de la transmigración de las almas ni a la hipótesis de los arquetipos, que con tanto empeño defendió Jung sin convencer ni al maestro vienés ni a mí.
De lo que hablo, más sencillamente, es de que en algunos lugares el visitante se siente inmerso en un tiempo ya pasado y devuelto repentinamente a la actualidad en su forma anterior: un tiempo detenido.
Sí, ya sé que esa investigación sobre la sustancia del tiempo ya la llevó a cabo Marcel Proust, pero él se mantuvo en la acepción de cultura que he explicado al principio. La magdalena le evocaba otro tiempo, pero otro tiempo vivido (y perdido) al fin y al cabo por él mismo. Proust es mucho más realista y prosaico que la fama que le han dado otros plumíferos.
 

(1) Para una noticia de las nuevas excavaciones de Pompeya, ver https://elpais.com/cultura/2018/06/16/actualidad/1529158669_443661.html