Signifique lo que signifique
la cultura, es un fardo que cada persona lleva a cuestas. Más o menos
voluminoso, más o menos precioso en sus contenidos; pero tanto si visitamos el
palacio del Ermitage como un palenque de gallos de pelea en Tijuana, ese fardo
nos acompaña de forma puntual e invariable. Solo en ocasiones excepcionales
encontramos un lugar en el que los términos se invierten y la cultura ─la
historia de las civilizaciones, para expresarlo de un modo más preciso─ ya no
nos acompaña como un vademécum sino que se despliega ante nosotros como una
entidad propia, separada, exenta de las servidumbres y limitaciones de la
temporalidad.
Mi lista de alephs en el sentido borgiano del
término incluye tres nombres nada más, tres lugares fuera del tiempo, o
inmersos simultáneamente en dos secuencias temporales diferentes. Son ellos,
por orden de aparición en mi existencia, la Alhambra de Granada, el Gran Canal
de Venecia y las ruinas de Pompeya.
Hablo del momento
en que los conocí. He vuelto a la Alhambra varias veces, pero he tenido que
someterme a un recorrido rígidamente establecido y con limitaciones horarias,
que impiden al visitante perderse en los recovecos del tiempo como me ocurrió a
mí en mi primera visita, en 1970. En cuanto a Venecia, se ha convertido en un
gran parque temático, y la superabundancia de turistas ambulantes inhibe
cualquier excursión libre de la imaginación. Las piedras, el agua alta, las
góndolas y los postes de amarre, los mosaicos y los frescos de los muros de los
palacios, siguen impertérritos en su lugar, pero la atmósfera de otras épocas
ya no se deja atrapar del mismo modo.
Es posible que
Pompeya, sin embargo, aún conserve intacto su milagro de tiempo detenido. Se
está excavando de nuevo, después de años en los que las obras eran únicamente
de mantenimiento y consolidación. Durante esos años la Camorra napolitana ha
estado moviendo toda clase de hilos institucionales para que el patrimonio
mundial de la Unesco se redujera al perímetro del foro, las termas, algunas
villas singulares y el estadio. El resto del terreno, fuera lo que fuere lo que
se encontrara debajo de la capa de lava, ceniza y barro que sepultó la ciudad
romana, debía ser destinado a provechosas transacciones inmobiliarias, en
un lugar en el que las viviendas de alto standing con vistas directas a la
bahía eran susceptibles de venderse como rosquillas.
Me encantaría ver,
dentro de no mucho tiempo (mi propia fecha de caducidad está ya peligrosamente
próxima), la Regio V, el sector pompeyano que ahora se pone al descubierto (1).
Mis anteriores vagabundeos por las viejas calles empedradas y alcantarilladas, extraídas
de su tumba volcánica y recuperadas para una vida abismalmente diferente de la
de quienes la habitaron en tiempos, me provocaron en su momento una emoción singular,
una sensación indefinida de déjà vu, como
si en otra edad y otra existencia yo hubiera paseado ya por aquellos lugares.
Un escritor decimonónico
de tercera fila, Wilhelm Hermann Jensen, acertó a describir esa sensación imprecisa
en una novela, Gradiva, cuyo
protagonista se obsesiona con una mujer entrevista fugazmente cuando doblaba una esquina de una
calle pompeyana. Es apenas el talón atisbado en el acto de girar, y la gracia
juvenil, casi danzarina, con la que acompaña el paso de su propietaria, lo que
enamora al mirón. Corre a la esquina, pero la mujer ha desaparecido. La busca
en todo el perímetro de la ciudad, y no la encuentra. Llega a la conclusión de
que una grieta imperceptible en la muralla del tiempo le ha permitido
presenciar el paso de una muchacha pompeyana que en realidad transitó por aquel
preciso lugar muchos siglos atrás.
No he leído la Gradiva, sino el delicioso ensayo de
Freud sobre ella. El mismo Freud advierte que no se trata de una buena novela,
según los cánones con los que se evalúa la literatura. Tampoco se desliza don
Segismundo hacia teorías de la transmigración de las almas ni a la hipótesis de
los arquetipos, que con tanto empeño defendió Jung sin convencer ni al maestro
vienés ni a mí.
De lo que hablo,
más sencillamente, es de que en algunos lugares el visitante se siente inmerso en
un tiempo ya pasado y devuelto repentinamente a la actualidad en su forma
anterior: un tiempo detenido.
Sí, ya sé que esa
investigación sobre la sustancia del tiempo ya la llevó a cabo Marcel Proust,
pero él se mantuvo en la acepción de cultura que he explicado al principio. La
magdalena le evocaba otro tiempo, pero otro tiempo vivido (y perdido) al fin y
al cabo por él mismo. Proust es mucho más realista y prosaico que la fama que
le han dado otros plumíferos.
(1) Para una
noticia de las nuevas excavaciones de Pompeya, ver https://elpais.com/cultura/2018/06/16/actualidad/1529158669_443661.html