Los expertos en aritmética
parlamentaria lo calificaban de imposible hace una semana, por más que ahora
aseguren que ellos ya lo profetizaron.
No, nadie lo
profetizó. El Partido Popular se siente estafado. Nadie avisó de la emergencia
de un ataque aéreo por sorpresa y de pronto tienen, en su base estratégica de Pearl
Harbour, agujereados e inútiles todos sus buques insignia.
Con los presupuestos
aprobados ya, para más inri. Con el camino despejado para un final de
legislatura tranquilo, seguros como estaban de que la mayoría silenciosa, ese
prodigioso invento, no les iba a pasar factura por la detención de Zaplana ─un
caso aislado más─ ni por la sentencia sobre la trama Gürtel, que, bueno, es
dura, sí, pero es solo una opinión.
La mayoría
silenciosa sigue silenciosa, y no parece descontenta de la marcha general de
las cosas. Los voceros habituales se rasgan aplicadamente las vestiduras, y
nadie se adelanta a hacerles coro.
Eso es la
democracia, tal y como ha dicho Soraya Sáenz de Santamaría. El único temor del jefe
de la heroica aldea gala era que el cielo se le derrumbara sobre la cabeza, y en
cierta forma es lo que le ha ocurrido a Mariano Rajoy cuando se entrenaba para
batir el récord mundial de permanencia al frente de un gobierno muy español y
mucho español.
Junto a él pero en
segundo plano hay dos grandes perdedores más, en este asunto de la moción: son Albert
Rivera y elpais. Los dos han pecado de prepotencia, se han tomado a sí mismos
por los amos del cotarro y han pensado que tenían en sus manos el poder en
rigurosa exclusiva de poner y quitar presidentes en el momento en que se les
antojara y siempre, en todo caso, con la escrupulosa atención debida a las
fases de la luna, las horas de las mareas y los pronósticos suministrados por unas
encuestas de opinión sabiamente aderezadas.
Menos importancia tiene
el tropiezo, para elpais. Le sobran recursos materiales y espirituales para
rectificar, si cuadra, o bien para sostenella y no enmendalla, si le da por ahí.
Rivera, en cambio, va a verse obligado a reciclarse a sí mismo y a su estrella
política, no en función de sus anteriores delirios de grandeza sino de las
realidades que ofrece un escenario en el que la tramoya ha variado de pronto la
colocación de las bambalinas, y la línea de las candilejas se ha alejado
muchísimo.
No es que lo tenga
imposible (“eso es la democracia”), sino que tendrá que revisar con mucho
cuidado su esgrima para evitar dejar de nuevo en descubierto ese flanco por el
que ha recibido una estocada dolorosa e inesperada.
Este es el momento
de los outsiders, de los líderes a
los que hace una semana se negaba cualquier opción: Pedro Sánchez, en primer
lugar; Pablo Iglesias detrás, como socio no del todo deseado pero
imprescindible en una aventura cuyos contornos (“microsoluciones”, según término
postulado por Joan Coscubiela) siguen aún en un estado nebuloso.
Y es el momento también de otras personas aun,
con las que nadie cuenta, pero que tienen ante sí una ventana de oportunidad
abierta para recitar ─si dan con la rima adecuada─ su parte en el nuevo libreto
que empieza a escribirse a partir de todas las urgencias desatadas y
desamordazadas. Por ejemplo, Quim Torra.