En otra ocasión he
apuntado que entre el fútbol y la política se dan homologías profundas. Cuando
digo “profundas”, me refiero a que no son las evidentes: labor de equipo,
táctica, llenar los espacios, desbordar por los flancos, afán de victoria, y
todo eso. “Profundo” vale aquí por subliminal, como en la psicología profunda
de Freud.
Me explicaré mejor
recurriendo a dos casos recientes. Primero, el presidente de la Federación
Española de Fútbol, Luis Rubiales, ha emulado al Congreso de los Diputados al
derribar con una moción de censura fulminante a su jefe del gobierno, el
seleccionador Julen Lopetegui, en el momento en que este, siguiendo los usos
inveterados de la política y sin sospechar nada, se ejercitaba en el paso de
una clásica puerta giratoria, para arreglarse a sí mismo una cómoda sinecura en
el after hours del Campeonato del
Mundo, suceda en este último lo que suceda.
Los voceros de las
altas jerarquías del club que ha facilitado tal salida de pie de banco al
hombre que en teoría se estaba jugando su futuro en el banquillo de la
selección, se han apresurado a señalar a Rubiales como el traidor del drama. El
presidente de la Casa Blanca (así es conocida, lo siento, no me lo he inventado
yo), Florentino Pérez, ha explicado que Rubiales ha sido víctima de un ataque
de “orgullo mal entendido”. Sin embargo, no se ha diagnosticado a sí mismo.
Para eso habría hecho falta la sagacidad legendaria del vienés doctor Freud. Sospecho
que este habría considerado la contratación de Lopetegui como un típico acto
fallido, un lapsus debido a la invasión del subconsciente florentiniano por parte
de ciertos fantasmas. Tales fantasmas, como he intentado explicar en otro lugar
(1), estarían relacionados con la particular situación política en el país, y con
la falta repentina de asideros sólidos que aqueja a una porción importante de
la clase política. Justamente la porción más identificada con el palco de honor del
estadio Santiago Bernabeu.
Me dirán ustedes
que estoy elucubrando sin aportar ninguna prueba, y tendrán razón. Suele
sucedernos a los amateurs del psicoanálisis que hipotizamos en el vacío, y así
nos va. Propongo, sin embargo, a su consideración un segundo caso reciente de
lapsus freudiano, que no sin cierto esfuerzo podríamos relacionar con el
anterior. Es así que el portavoz del PP, Fernando Martínez-Maíllo, envalentonado después de la rápida dimisión y sustitución del ministro de Cultura Màxim Huerta por un fraude a Hacienda, reclamó ahora en
rueda de prensa la dimisión del ministro de
Agricultura, o en su defecto la del jefe del gobierno, por un tema judicial antiguo
ya solventado sin ninguna imputación. La sorpresa del auditorio fue
considerable. Alguien preguntó entonces al portavoz cómo valoraba el caso de la
ex ministra popular Ana Mato, condenada en firme como beneficiaria de un desvío
ilegal de dinero público, y sin embargo colocada en un puesto europeo de
asesora del PP por el que recibe emolumentos sustanciosos con cargo a los
presupuestos.
Fue en ese momento
cuando Martínez-Maíllo sufrió el lapsus al que me he referido. En lugar de
responder sobre Mato, como se le preguntaba, señaló que Pedro Sánchez debería
haber pedido disculpas, no en privado sino públicamente, al guardamenta de la
selección De Gea, por una cuestión que no hace al caso en este lugar.
Es decir, saltó de
la política al fútbol como si todo fuera lo mismo. Y en efecto para él, en ese
raro momento de obcecación y quién sabe en cuántos otros aun, subliminalmente fútbol
y política eran realidades de la vida reducibles a un denominador común.
Lo cual podría contribuir
a explicar el trasfondo último de un tercer hecho de ayer mismo, que les ofrezco,
no como prueba adicional (no prueba nada), sino como redondeo de mi hipótesis.
El capitán de la selección española, Sergio Ramos, madridista, recibió a los
comentaristas deportivos en una rueda de prensa post factum con la siguiente petición: «¡Una sonrisa, señores, que
esto parece un tanatorio!»