sábado, 9 de junio de 2018

MÁS ENERGÍA Y MÁS LIMPIA, MÁS Y MEJOR TRABAJO


Teresa Ribera, flamante ministra de Transición Ecológica, ha anunciado el final del “impuesto al sol”, instaurado por el gobierno del PP sobre las instalaciones solares de más de 10 kW de potencia (1), y ha señalado lo “llamativo” de la medida para los analistas internacionales, que la encontraban absurda. La ministra ha sido bondadosa en la elección de los términos: el impuesto no era en realidad ni llamativo ni absurdo, en la medida en que representaba simplemente una reverencia obsequiosa de los gobiernos del PP a los intereses económicos de las grandes empresas eléctricas cuasimonopolistas ─Endesa, Gas Natural, Iberdrola…─ íntimamente ligadas, mediante el funcionamiento bien engrasado de puertas giratorias, al propio grupo político dirigente. El “impuesto al sol”, al cerrar el paso a la competencia de las renovables, permitía alargar más allá de todo margen de prudencia la vida de centrales nucleares obsolescentes, y seguir recurriendo al carbón para alimentar térmicas ocupadas en paliar el déficit de producción de las hidroeléctricas en cuanto no llovía a gusto de todos (nunca, en la práctica); incrementando de paso la contaminación medioambiental hasta límites insostenibles.
Los grandes ejes de la política energética que se propone desarrollar el nuevo gobierno consisten, según Ribera, en generar un impulso fuerte a las energías renovables (“sol, viento y algo de geotermia”, en sus palabras), y no conceder más prórrogas de funcionamiento a las centrales nucleares que tienen su vida útil ya más que cumplida; al tiempo que se empieza a programar el final escalonado de las térmicas que utilizan carbón. Este último objetivo es el más delicado, porque va ligado a una diversificación capaz de inyectar nueva vida a comarcas actualmente en régimen de “monocultivo económico” de la minería del carbón y de las centrales energéticas ligadas a él.
El desafío va bastante más allá del caso concreto de esas comarcas particularmente vulnerables: el impulso a las energías renovables está ligado de un lado a una transformación de “todas” las infraestructuras económicas, pero también, y simultáneamente, a la necesidad de reciclaje formativo y laboral de los grupos humanos más afectados por el final del ciclo útil de sistemas y estructuras que siguen funcionando por inercia y por dejadez de las autoridades competentes. El Estado tiene la obligación de impedir que esos grupos caigan en una situación de marginación y de pobreza por la precariedad y atonía de la oferta de empleo, y por la falta de alternativas actual. No tiene perdón el gobierno, en cambio, si, como lo ha hecho, permite alargar casi indefinidamente una producción energética crepuscular y contaminante con el fin de garantizar el máximo de tiempo posible dividendos altos a los accionistas de las grandes empresas propietarias de las actuales instalaciones.
Una nueva infraestructura energética, basada en fuentes limpias, renovables y en consecuencia prácticamente inagotables, es además una puerta abierta a un crecimiento de empleo de calidad, y no solo en la industria; también en la construcción (nuevos edificios “inteligentes”, reciclaje y mantenimiento de viviendas y de instalaciones dirigida a alcanzar una autosuficiencia energética total o parcial, etc.) y, evidentemente, en los servicios (2). Toda la vida económica quedará tocada de una u otra forma a partir del clarinazo que anuncia el final del ominoso “impuesto al sol”.

(2) Este panorama global es lo que Dominique Méda  ha denominado la opción de la “conversión ecológica" en «Tres escenarios para el futuro del trabajo», documento oficial de la OIT accesible en español en el número 11 de pasosalaizquierda.com.