Teresa Ribera, flamante
ministra de Transición Ecológica, ha anunciado el final del “impuesto al sol”, instaurado
por el gobierno del PP sobre las instalaciones solares de más de 10 kW de
potencia (1), y ha señalado lo “llamativo” de la medida para los
analistas internacionales, que la encontraban absurda. La ministra ha sido
bondadosa en la elección de los términos: el impuesto no era en realidad ni
llamativo ni absurdo, en la medida en que representaba simplemente una
reverencia obsequiosa de los gobiernos del PP a los intereses económicos de las
grandes empresas eléctricas cuasimonopolistas ─Endesa, Gas Natural, Iberdrola…─
íntimamente ligadas, mediante el funcionamiento bien engrasado de puertas giratorias,
al propio grupo político dirigente. El “impuesto al sol”, al cerrar el paso a
la competencia de las renovables, permitía alargar más allá de todo margen de
prudencia la vida de centrales nucleares obsolescentes, y seguir recurriendo al
carbón para alimentar térmicas ocupadas en paliar el déficit de producción de las
hidroeléctricas en cuanto no llovía a gusto de todos (nunca, en la práctica); incrementando
de paso la contaminación medioambiental hasta límites insostenibles.
Los grandes ejes de
la política energética que se propone desarrollar el nuevo gobierno consisten,
según Ribera, en generar un impulso fuerte a las energías renovables (“sol,
viento y algo de geotermia”, en sus palabras), y no conceder más prórrogas de
funcionamiento a las centrales nucleares que tienen su vida útil ya más que
cumplida; al tiempo que se empieza a programar el final escalonado de las
térmicas que utilizan carbón. Este último objetivo es el más delicado, porque va
ligado a una diversificación capaz de inyectar nueva vida a comarcas actualmente
en régimen de “monocultivo económico” de la minería del carbón y de las
centrales energéticas ligadas a él.
El desafío va
bastante más allá del caso concreto de esas comarcas particularmente
vulnerables: el impulso a las energías renovables está ligado de un lado a una transformación
de “todas” las infraestructuras económicas, pero también, y simultáneamente, a
la necesidad de reciclaje formativo y laboral de los grupos humanos más
afectados por el final del ciclo útil de sistemas y estructuras que siguen
funcionando por inercia y por dejadez de las autoridades competentes. El Estado tiene la obligación de impedir que esos
grupos caigan en una situación de marginación y de pobreza por la precariedad y
atonía de la oferta de empleo, y por la falta de alternativas actual. No tiene perdón
el gobierno, en cambio, si, como lo ha hecho, permite alargar casi indefinidamente
una producción energética crepuscular y contaminante con el fin de garantizar el
máximo de tiempo posible dividendos altos a los accionistas de las grandes
empresas propietarias de las actuales instalaciones.
Una nueva
infraestructura energética, basada en fuentes limpias, renovables y en
consecuencia prácticamente inagotables, es además una puerta abierta a un
crecimiento de empleo de calidad, y no solo en la industria; también en la construcción
(nuevos edificios “inteligentes”, reciclaje y mantenimiento de viviendas y de
instalaciones dirigida a alcanzar una autosuficiencia energética total o
parcial, etc.) y, evidentemente, en los servicios (2). Toda la vida económica quedará
tocada de una u otra forma a partir del clarinazo que anuncia el final del
ominoso “impuesto al sol”.
(2) Este panorama global es lo que Dominique
Méda ha denominado la opción de la “conversión
ecológica" en «Tres escenarios para el futuro del trabajo», documento oficial de
la OIT accesible en español en el número 11 de pasosalaizquierda.com.