No tengo excusa
para no hablar hoy de Donald Trump y de su enésima burrada gratuita, o del
barco Aquarius, sin puertos donde descargar una remesa indeseada de inmigrantes
africanos. Sobre los dos asuntos les podría contar lo que ya saben ustedes de
sobra. Economizo esfuerzos, por consiguiente, y ataco la diaria página en
blanco con un tema ligado a la devoción ociosa, no a la obligación cívica.
Por casualidad
acabo de enterarme de que Siruela publica una novela, inédita en español hasta
la fecha a pesar de datar de 1937, titulada “Misterio en blanco”. Su autor es
Joseph Jefferson Farjeon, nombre que muy probablemente no les dirá nada, pero a
mí sí.
En mi formación
literaria, profusa y caótica donde las haya, ocupa un lugar especial mi tía
Pili, Pilar Lecea. Como los viajes de ida y vuelta en tranvía a su trabajo de
maestra de escuela pública eran largos y aburridos, compraba en los quioscos novelas baratas de
crímenes, porque no hay nada más entretenido que un crimen para el lector sin
asiento que circula paciente en un transporte público abarrotado.
En el territorio de
la lectura, mi tía y yo éramos almas gemelas. Más que leer devorábamos, y devorábamos
casi cualquier cosa, pero también teníamos preferencias, y en lo que a mí se
refiere ella trazaba unas líneas rojas rigurosas. Puso a mi disposición una
biblioteca de varios centenares de novelas encuadernadas en tapa blanda y a
veces sin tapa (Novelas y Cuentos), que se descosían y fragmentaban al menor
descuido en el trato, y que guardaba en grandes cajas de madera colocadas en un
altillo. Yo podía elegir la que me apeteciera, pero ella debía dar su aprobación
explícita a mi elección. Algunas historias no eran adecuadas porque tenían “cositas”.
Cuando crecí más y mi madurez formativa supuesta se fortaleció lo bastante para
poder, a juicio de ella, leer las “cositas” sin descarriarme, estas resultaron
ser relaciones fuera del sacramento, hijos ilegítimos y otros avatares por el
estilo. Tengo un serio déficit de lectura en lo referente a Hadley Chase,
Spillane y otros hard-boiled americanos,
porque mi tía Pili no los aprobaba. En cambio, en los apacibles misterios
criminales británicos de la época postvictoriana comandados por Agatha Christie, soy una autoridad. Eran sus favoritos.
De Jefferson
Farjeon leí un título, publicado por Canguro en su Serie policíaca, que me
gustó mucho. Heredé el pequeño volumen barato cuando mi tía falleció, y es uno
de los pocos que todavía conservo de aquel origen. Como se deshojaba sin
remedio, Carmen me lo encuadernó con una tapa dura e hizo un recosido de las
páginas. Lo he sacado del estante y me he puesto a releerlo, cincuenta años
después. Se llama “El misterio del molino de viento”.
Dos excursionistas,
chico y chica, son sorprendidos por la lluvia en pleno campo. Juntos (no se
conocían de antes, lo ignoran todo de sus vidas respectivas), buscan un lugar
donde refugiarse. Lo encuentran en un molino de viento aislado en medio del
páramo. El molino está habitado al parecer, pero su dueño no aparece. Es un
espacio misterioso, con una puerta cerrada de la habitación del piso alto, y en
ese espacio van apareciendo como al azar otros personajes, que no se toman la
molestia de explicar sus propósitos pero que advierten reiteradamente a los dos
excursionistas que algo siniestro ha ocurrido o puede ocurrir en el piso de
arriba. La trama hace avanzar a la vez las claves del misterio y el romance
entre los dos jóvenes reunidos por la casualidad y el mal tiempo.
Por la reseña leída
en Google de “Misterio en blanco”, la apuesta del autor es muy parecida. Un
tren averiado en medio de la noche, un grupo de pasajeros que deciden buscar
fuera un lugar donde cenar, una casa de campo aparentemente desierta pero con
la mesa servida, un misterio que se espesa en torno a un espacio cerrado y
opaco, varios crímenes. Jefferson Farjeon publicó más de sesenta obras de
misterio, fue elogiado por Dorothy Sayers, una de sus tramas fue llevada a la
pantalla por Alfred Hitchcock. Al rescatarlo en este tiempo desencantado,
Siruela recupera también sin saberlo mi primera inocencia lectora.