lunes, 11 de junio de 2018

UN PEQUEÑO MAESTRO DEL MISTERIO


No tengo excusa para no hablar hoy de Donald Trump y de su enésima burrada gratuita, o del barco Aquarius, sin puertos donde descargar una remesa indeseada de inmigrantes africanos. Sobre los dos asuntos les podría contar lo que ya saben ustedes de sobra. Economizo esfuerzos, por consiguiente, y ataco la diaria página en blanco con un tema ligado a la devoción ociosa, no a la obligación cívica.
Por casualidad acabo de enterarme de que Siruela publica una novela, inédita en español hasta la fecha a pesar de datar de 1937, titulada “Misterio en blanco”. Su autor es Joseph Jefferson Farjeon, nombre que muy probablemente no les dirá nada, pero a mí sí.
En mi formación literaria, profusa y caótica donde las haya, ocupa un lugar especial mi tía Pili, Pilar Lecea. Como los viajes de ida y vuelta en tranvía a su trabajo de maestra de escuela pública eran largos y aburridos, compraba en los quioscos novelas baratas de crímenes, porque no hay nada más entretenido que un crimen para el lector sin asiento que circula paciente en un transporte público abarrotado.
En el territorio de la lectura, mi tía y yo éramos almas gemelas. Más que leer devorábamos, y devorábamos casi cualquier cosa, pero también teníamos preferencias, y en lo que a mí se refiere ella trazaba unas líneas rojas rigurosas. Puso a mi disposición una biblioteca de varios centenares de novelas encuadernadas en tapa blanda y a veces sin tapa (Novelas y Cuentos), que se descosían y fragmentaban al menor descuido en el trato, y que guardaba en grandes cajas de madera colocadas en un altillo. Yo podía elegir la que me apeteciera, pero ella debía dar su aprobación explícita a mi elección. Algunas historias no eran adecuadas porque tenían “cositas”. Cuando crecí más y mi madurez formativa supuesta se fortaleció lo bastante para poder, a juicio de ella, leer las “cositas” sin descarriarme, estas resultaron ser relaciones fuera del sacramento, hijos ilegítimos y otros avatares por el estilo. Tengo un serio déficit de lectura en lo referente a Hadley Chase, Spillane y otros hard-boiled americanos, porque mi tía Pili no los aprobaba. En cambio, en los apacibles misterios criminales británicos de la época postvictoriana comandados por Agatha Christie, soy una autoridad. Eran sus favoritos.
De Jefferson Farjeon leí un título, publicado por Canguro en su Serie policíaca, que me gustó mucho. Heredé el pequeño volumen barato cuando mi tía falleció, y es uno de los pocos que todavía conservo de aquel origen. Como se deshojaba sin remedio, Carmen me lo encuadernó con una tapa dura e hizo un recosido de las páginas. Lo he sacado del estante y me he puesto a releerlo, cincuenta años después. Se llama “El misterio del molino de viento”.
Dos excursionistas, chico y chica, son sorprendidos por la lluvia en pleno campo. Juntos (no se conocían de antes, lo ignoran todo de sus vidas respectivas), buscan un lugar donde refugiarse. Lo encuentran en un molino de viento aislado en medio del páramo. El molino está habitado al parecer, pero su dueño no aparece. Es un espacio misterioso, con una puerta cerrada de la habitación del piso alto, y en ese espacio van apareciendo como al azar otros personajes, que no se toman la molestia de explicar sus propósitos pero que advierten reiteradamente a los dos excursionistas que algo siniestro ha ocurrido o puede ocurrir en el piso de arriba. La trama hace avanzar a la vez las claves del misterio y el romance entre los dos jóvenes reunidos por la casualidad y el mal tiempo.
Por la reseña leída en Google de “Misterio en blanco”, la apuesta del autor es muy parecida. Un tren averiado en medio de la noche, un grupo de pasajeros que deciden buscar fuera un lugar donde cenar, una casa de campo aparentemente desierta pero con la mesa servida, un misterio que se espesa en torno a un espacio cerrado y opaco, varios crímenes. Jefferson Farjeon publicó más de sesenta obras de misterio, fue elogiado por Dorothy Sayers, una de sus tramas fue llevada a la pantalla por Alfred Hitchcock. Al rescatarlo en este tiempo desencantado, Siruela recupera también sin saberlo mi primera inocencia lectora.