Es lo que sostiene
el último biógrafo del genio renacentista, Walter Isaacson: «Suerte que era
bastardo. Se habría convertido en un oscuro notario más.»
Suena a gancho
promocional de su libro, o a lo que los franceses llaman una boutade, un argumento ingenioso pero
hueco. ¿Por qué el hijo de un oscuro notario está obligado a ser un oscuro
notario a su vez? Salvador Espriu no era bastardo, y era hijo de notario, y
mandó la notaría de su padre a tomar viento para seguir la vía que le marcaban
sus capacidades y sus preferencias.
Espriu es un caso singular,
se me podrá decir, pero las estadísticas señalan la existencia de una mayoría
sustancial de notarios que heredan el bufete paterno y ya no se mueven de ahí
porque tienen la vida resuelta.
Leonardo es un caso
singular, responderé, pero las estadísticas señalan, tanto para el siglo XV en
Italia como para muchos otros siglos y países, que la tacha de bastardía no ha
favorecido, sino al contrario, la carrera en las ciencias o en las artes de una
mayoría sustancial de personas.
Si Leonardo es una
excepción, lo es en los dos sentidos. Eso por una parte. Por otra, la
consideración social que se dispensaba a un gran artista ─a un genio, por
decirlo con palabras nuestras, porque la categoría extraordinaria de lo genial se
definió solo en un momento muy avanzado de la historia de la cultura─ no era
gran cosa, en la época de Leonardo. Un artista era poco más que un criado. Se
le pagaba un sueldo modesto y se le encargaban cosas. También se le podía
tratar de forma muy expeditiva si no daba muestras de suficiente docilidad al
gran señor que lo empleaba. El obispo Colloredo despidió de su palacio de Salzburgo
a Wolfgang Amadeus Mozart con un puntapié en el culo. El puntapié no lo dio él
en persona, cosa que le habría proporcionado al menos un minuto de gloria en la
eternidad. Fue algún criado fornido el que se encargó de la tarea.
De modo que el genio
de Mozart, como el de Leonardo, se ha ido abriendo paso poco a poco a través de
las generaciones, hasta llegar a ser indiscutible hoy. Pero ese no era ni mucho
menos el clima predominante en la época en la que vivieron. Considerar que el
nacimiento de Leonardo fuera de la legalidad establecida fue un estímulo para
llegar a lo más alto resulta un error grosero de perspectiva.
Él no llegó a lo
más alto, es solo ahora cuando lo colocamos ahí. No es un antecedente ilustre de
Steven Jobs ni de Cristiano Ronaldo, el París-Saint Germain no ofreció por él
novecientos millones de euros.
La argumentación de
Isaacson tiene menos consistencia todavía que la del ilustre filósofo francés Blas
Pascal, cuando anotó en sus Pensées
la idea siguiente: «Pequeñas causas y grandes efectos. Si Cleopatra hubiese tenido
la nariz más pequeña, la faz del mundo habría cambiado.»
Varios siglos
después, un humorista le dio la siguiente réplica: «Lo que es seguro, en todo
caso, es que habría cambiado la faz de Cleopatra.»