Las cinco monjas
supervivientes de la comunidad de Valdeflores, en Viveiro (Lugo), han arrojado
simbólicamente la toalla, clausurado el monasterio y depositado la llave de la entrada
en las oficinas del obispado de Mondoñedo-Ferrol. No se abre ahora para ellas
una nueva etapa de su vida monástica; o por lo menos, no se abre mucho. Se van
a Cangas de Narcea, Asturias, más lejos aún del mundanal ruido que la
instalación que ocupaban hasta ahora, un edificio antañón del siglo XV
declarado monumento histórico y bien de interés cultural, cosa que induce a
sospechar que la calefacción central brillaba por su ausencia, que para disponer
de agua caliente no bastaba con abrir el grifo correspondiente, y que las
noticias del mundo no llegaban a través de las telenoticias sino, en el mejor
de los casos, filtradas a través de la Hoja pastoral confeccionada en el
obispado de Mondoñedo-Ferrol y repartida con el correo ordinario a las
instituciones monásticas de la extensa diócesis.
Las reverendas,
todas ellas por encima de los ochenta tacos, ocupaban su vida ─en teoría─ en la
oración, el estudio y la confección de golosinas diversas. En la práctica se
añadía a estas actividades lo que la cronista Cristina Huete describe como un
«hervidero de rencillas».
Normal. Como en
todas partes. No han trascendido los motivos de las tales rencillas, solo que
había dos bandos enfrentados. No es probable que unas fueran indepes y otras
unionistas, unas de Messi y otras de Cristiano, unas de Feijoo y otras de
Cospedal, unas de Pedrerol y otras de la Morena, unas de Belén Esteban y otras
de Risto Mejide. Los motivos de roce podían ser muy otros, qué sé yo, la proporción
mayor o menor de canela a incluir en la receta de los almendrados. Siempre hay
alguna excusa para andar a la greña.
Las dominicas
dimitidas en bloque alegan que se les hacía imposible «encontrar nuevas
hermanas más jóvenes que revitalizaran la vida comunitaria.» Las candidatas a
revitalizar la vida conventual seguramente salían disparadas en busca de otros
horizontes cuando tropezaban con aquellos frentes rígidos de hermanas menos
jóvenes dispuestas a imponer por todos los medios sus propios criterios sobre
cómo han de hacerse las cosas. En las casas bien de Barcelona las señoras de
toda la vida encuentran el mismo problema con las chicas de servir. «El
servicio se está poniendo imposible» es frase que vengo oyendo generación tras
generación desde mi más remota infancia.
Es dudoso que el
traslado a Cangas de Narcea represente un alivio al espinoso problema de las
cinco religiosas. Si hemos de recurrir a argumentos de autoridad en este
asunto, Horacio ya dejó escrito que al viajero no le basta con cambiar de cielo,
sino que es necesario que cambie también de alma. Y Jean-Paul Sartre, aquel
gran bronquista, sacó como conclusión de sus numerosos rifirrafes con su entorno
inmediato (incluida la grande en todos los sentidos Simone de Beauvoir) que el
infierno son los demás. Así en café Flore de la Rive Gauche, como en el
convento dominico de Valdeflores, en Viveiro.