Expresado así, en
los mismos términos clásicos del «la bolsa o la vida» que utilizaba el caco para
amedrentar al burgués, con una navaja o similar, en un callejón oscuro y solitario,
el dilema tiene algo de esencialista. Sacrificar la vida por amor al arte ha
sido considerado por algunos una opción valiosa, aunque otros, o los mismos en otras
situaciones, lo valoran como extravío o locura.
Mary Beard recuerda
en elpais una historia muy incisiva sobre la Afrodita de Cnido, estatua de
Praxíteles famosa en el mundo antiguo, que en una de sus copias acreditadas (el
original desapareció) tienen ustedes sobre estas líneas. La historia la contó
Luciano de Samosata en Erotes (Amores),
y es con toda probabilidad invención suya.
Tres amigos acuden
al templo de Cnido a honrar a la diosa. Uno es célibe, el segundo ama a las
mujeres, el tercero a los varones. Los tres admiran la estatua, y al
hacerlo descubren una minúscula mella en la parte posterior. Se preguntan a qué
puede deberse la imperfección, y la diaconesa les aclara que un joven loco de
amor por la imagen de mármol entregó toda su fortuna al templo, y se escondió una
noche para consumar su pasión, dejando en su esfuerzo baldío la muesca perceptible en la piedra, pequeña pero respetable dada la calidad del instrumento con el que fue hecha. Al día siguiente, quizá por no
haber recibido de la diosa la satisfacción que esperaba o por el deterioro irreversible de su masculinidad debido a la ordalía vivida, se arrojó por un
acantilado.
Supongo que la
moraleja de la historia de Luciano es que debe preferirse amar al modo llamado platónico,
o bien encontrar un recipiente amoroso de uno u otro sexo, pero con un sexo en
cualquier caso apto para corresponder a las caricias y los transportes del
amante, antes que obsesionarse con una forma perfecta pero de consistencia marmórea y privada de vida.
El arte puede
sublimar la vida, entonces, pero no sustituirla.
Lo cual conduce por
analogía a otro tipo de discusión que también aparece en una noticia de elpais de hoy. Un
algoritmo diseñado por la empresa tecnológica Huawei ha completado la Sinfonía
Incompleta de Schubert.
¿Puede la vida (la tecnología) sustituir al arte? La proeza llevada a cabo por el algoritmo de Huawei es inmensa, y el resultado de la misma merece ser escuchado, por lo
menos una vez.
Después de lo cual,
son obligadas dos consideraciones: primera, esto no es como el descubrimiento de
una fórmula matemática. El algoritmo no ha descubierto una “verdad” que ocultó
Schubert; sencillamente, ha compilado todas sus armonías y ha deducido, en base
a un proceso matemático de selección, una mera posibilidad: un fragmento musical sinfónico que ha considerado el más adecuado posible como
culminación de la parte conocida de la pieza musical.
Segunda
consideración: Schubert desmentiría que esa fuera la melodía que tenía en
mente. Lo más probable es que se indignara con la atribución. Entre otras
razones, como ha argumentado un comentarista, porque dejar inacabada su
sinfonía fue una decisión consciente del músico. No vino la muerte a quebrar su
impulso creador, como le sucedió a Mozart con su Réquiem. Schubert vivió lo
suficiente para concluir su partitura, y no lo hizo. Eso indica que habría
rechazado la solución de Huawei, como sin duda rechazó otras que se le venían a
la punta de la pluma de ganso con la que trabajaba esforzadamente ─negándose a
sí mismo la vida en aras de su arte─ para crear una belleza que trascendiera
los límites de la mundanidad y exaltarla sobre el pedestal de las cosas perennes.
El arte o la vida.
¿Por qué no ambos?