Mañana se cumplen
ochenta años de la muerte de Antonio Machado en una fonda de Colliure, localidad en la que está enterrado. Leo en
la prensa que se celebrarán actos conmemorativos y que asistirá a los mismos el
presidente Pedro Sánchez.
Me gusta que
Sánchez haga eso. Machado siempre ha sido objeto de una atención bipolar para
la derecha franquista y posfranquista: una mezcla de reconocimiento oficioso (forma
parte de la Marca España en el mundo) y de recelo íntimo hacia sus aristas no
asimilables para una idea radiante e imperial del país. Normalmente la derecha prefiere evitar adhesiones y entusiasmos hacia una figura cívica característicamente laica y republicana.
Tengo en casa
varios libros del poeta, y otros relacionados con él. Buena parte de esos
libros eran de mi padre. Machado era sin discusión su poeta preferido; solía
decir que en un libro de un poeta solvente (Juan Ramón Jiménez era su
referencia habitual) encuentras de interés entre el 20 y el 30 por ciento de su
contenido, mientras que en los versos de don Antonio la proporción se eleva al
80 o 90 por ciento.
No suscribo esa
opinión de mi padre respecto de otros poetas al cien por cien; digamos que me quedo entre el 40 y el 50
por ciento. Lo que dice de Machado sí lo suscribo. Me parece un listón indicativo de la importancia que han tenido Machado y otros contemporáneos, como Lorca y Miguel Hernández,
en la idea “resistente” de la poesía que
caló en una generación, la mía, a la que se intentó educar literariamente a
partir del gracejo nacional-pueblerino de Pemán o de la trompetería impostada
de Vivanco y Rosales (algunos les llamaron ‘Rosanco y Vivales’), y que desdeñó,
posiblemente de manera injusta, a los Guillén, Aleixandre, Dámaso o Diego, que
conquistaron más al público académico que al popular.
En mi biblioteca
están unas “Poesías completas” editadas en 1936 por Espasa-Calpe; el “Juan de
Mairena”, de la misma fecha y editora; el “Cancionero de Abel Martín”, “Los
complementarios”, y otras ediciones y antologías posteriores, además de la
biografía de Gibson, “Ligero de equipaje”, y el libro de Cesáreo
Rodríguez-Aguilera “Antonio Machado en Baeza”. También anda por ahí, pero no he
sabido encontrarlo, un ensayo comprado por mí en mis años de estudiante: “Teoría
de la expresión poética”, de Carlos Bousoño (poeta él mismo), que habla mucho de
Machado.
Recuerdo en
particular el análisis microscópico que hace Bousoño de una composición de las “Soledades”
(número XXXII en mi edición), de tan solo seis versos. El análisis revela el
arte constructivo y la trabazón íntima entre las palabras, la “música” y los sentimientos,
que sostienen la aparente simplicidad expresiva del poeta. Esta es la
composición:
Las
ascuas de un crepúsculo morado
Detrás
del negro cipresal humean…
En
la glorieta en sombra está la fuente
Con
su alado y desnudo Amor de piedra
Que
sueña mudo. En la marmórea taza
Reposa
el agua muerta.