Inés Arrimadas está
o estaba decidida a viajar hasta Waterloo para contarle confidencialmente a
Carles Puigdemont que la República catalana no existe. Desde el Gobierno en
funciones le han hecho llegar el consejo de que lo deje estar: no es prudente.
Sobre todo, sería
un movimiento inútil. Puchi ya lo sabe, pero está decidido a no enterarse.
Igual les pasa a algunos niños con los Reyes Magos: les gustaba más el relato
que la realidad.
Daniel Gascón, en
una columna de opinión de hoy en elpais, señala que la República catalana no
soporta grandes dosis de realidad sin desmoronarse. Estamos viendo en el juicio
a los políticos cómo la declaración unilateral de independencia fue en realidad
una cortés invitación al diálogo. De la disposición natural de unas personas
reforzadas en sus convicciones íntimas por la persecución injusta de que son
objeto (“todos somos buenas personas”, ha ratificado Jordi Cuixart a Gemma
Nierga, después de que lo apuntara Oriol Junqueras, como si alguien les hubiera
acusado de ser malas personas), cabe deducir que en el futuro habrá nuevas
invitaciones al diálogo, todas o la mayoría de ellas unilaterales.
Tales declaraciones
o invitaciones no están surtiendo efecto hasta el momento en la segunda parte
contratante. Alguna razón tiene que haber para ello, se dicen los políticos
catalanes encastillados en su buena fe.
La razón única y
suficiente de la inefectividad de la fórmula procesista la dio el Barbudo hace
muchos años, cuando dijo que la realidad es tozuda.
Pero el procesismo
no conoce o pretende no conocer esta singular cualidad de la realidad, de modo que, en su relato, si las
cosas suceden del modo como suceden, es porque existe un amplio (¡ay, cada vez
más amplio!) círculo de traidores moviendo hilos en contra de la sana doctrina
de los hombres buenos.
De esa convicción
surge una actitud que Gascón, en la columna antes citada, ha caracterizado con
fortuna como «victimismo matón». En nombre de la democracia, de la libertad,
del derecho de los pueblos que está por encima de la ley inicua, y de otros
argumentos por el estilo, válidos siempre que no aterricen en las cuestiones
concretas, alguno puede llegar a creer, por ejemplo, que Comisiones Obreras ha
traicionado a la causa por no sumarse a la convocatoria a una huelga general sustanciada
por unas siglas sindicales fantasmagóricas que no tienen capacidad legal de
convocatoria, y con la intención de presionar al Tribunal Supremo en sus
deliberaciones, cosa que no tiene cabida en ninguna formulación aceptable de la
democracia.
La parte “matona”
de ese victimismo son los escraches ocurridos a la puerta de sedes de las Comisiones
Obreras. Va a ser que es el sindicato quien tiene la culpa del resultado esmirriado
de una huelga general, por no haberle dado el respaldo debido cuando los “hombres
buenos” le estaban solicitando el diálogo pertinente por medio de una
convocatoria unilateral.
La República
catalana no se quiere mirar la cara en el espejo de la realidad, por miedo a lo
que pueda ver en él. Mejor haría siguiendo el consejo que le da de forma
gratuita el refranero: “Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué”.