Sergi Pàmies
comenta en lavanguardia una entrevista a Lluís Llach en TV3. Esta es su síntesis
sobre la misma: «La entrevista con Llach
confirma la idea de que si eres independentista eres demócrata mientras que si
defiendes la España constitucional y estatutaria eres un facha.» Conclusión
genérica, universal y polivalente frente a la cual Pàmies apostilla: «A lomos de una superioridad moral típica de
una cultura de izquierdas, excluye a demasiada gente para ser científicamente
rigurosa.»
En esas estamos. La
democracia entendida strictu sensu excluye
cualquier prurito de superioridad moral. No se la puede considerar un buen
sistema de gobierno (de hecho, no tiene demasiado buena fama), sino en todo caso el menos
malo de los posibles. Nunca apunta a un cambio, a una evolución o a un progreso,
sino que certifica un statu quo. Pero permite la posibilidad futura de cambios en la
medida en que varíen las correlaciones de opiniones en el colectivo implicado.
La división del
campo político en dos bandos, los demócratas y los antidemócratas, no es
científicamente rigurosa. En efecto. No es ni siquiera democrática, cabe
añadir.
A la democracia no
le interesa la calidad buena o mala de la opinión de las personas, sino las condiciones de
expresión de esa opinión. Ha de ser libre, ha de ser tenida en cuenta, ha de
ser debatida, y finalmente asumida por el colectivo si así se ha votado
mayoritariamente; y si ha sido minoritaria, ha de quedar recogida asimismo en
la síntesis final, en todo aquello que no sea contradictorio con la opinión
mayoritaria.
Ya el hablar de “opiniones”
indica lo resbaladizo que resulta el terreno democrático. La gente suele preferir
el suelo macizo de las verdades eternas y las certezas irrenunciables, cuando discute
la política a seguir. A la gente le apetece llamar al contradictor “mentecato”,
o “felón”, o cualquier otra cosa menos “bonito”. Si uno es partidario acérrimo de
las esencias, cualquiera que las desconsidere se habrá hecho merecedor de
inmediato del apelativo de “traidor”.
La vieja
herramienta socrática del diálogo, el “hablando se entiende la gente”, sigue
gozando de tanto prestigio social que no se puede rechazar sin más. Adelante
con el diálogo entonces, dice la gente, pero siempre marcando de
antemano unas líneas rojas inexcusables.
Claro que las tales
líneas rojas cuidadosamente trazadas excluyen desde el principio cualquier
entendimiento, en todos los casos en los que no se discute desde posiciones
opinables sino desde trincheras repletas de valores esenciales.
La democracia es un
engorro y está demasiado atravesada por límites incómodos. Exige presentarse en
la tribuna pública dejando guardados en un cajón los valores esenciales que uno
desearía enarbolar como una espada flamígera para aniquilar al enemigo felón. Es
como un traje rígido cuyas costuras aprietan demasiado en determinados puntos.
La tentación
recurrente entonces, y no me refiero única ni particularmente a Llach, es
romper las costuras democráticas para sentirse a gusto. Es una operación
frecuente, y las estadísticas enseñan que siempre se lleva a cabo en nombre de
la democracia.