martes, 12 de febrero de 2019

LAS COSTURAS TIRANTES DE LA DEMOCRACIA


Sergi Pàmies comenta en lavanguardia una entrevista a Lluís Llach en TV3. Esta es su síntesis sobre la misma: «La entrevista con Llach confirma la idea de que si eres independentista eres demócrata mientras que si defiendes la España constitucional y estatutaria eres un facha.» Conclusión genérica, universal y polivalente frente a la cual Pàmies apostilla: «A lomos de una superioridad moral típica de una cultura de izquierdas, excluye a demasiada gente para ser científicamente rigurosa.»

En esas estamos. La democracia entendida strictu sensu excluye cualquier prurito de superioridad moral. No se la puede considerar un buen sistema de gobierno (de hecho, no tiene demasiado buena fama), sino en todo caso el menos malo de los posibles. Nunca apunta a un cambio, a una evolución o a un progreso, sino que certifica un statu quo. Pero permite la posibilidad futura de cambios en la medida en que varíen las correlaciones de opiniones en el colectivo implicado.

La división del campo político en dos bandos, los demócratas y los antidemócratas, no es científicamente rigurosa. En efecto. No es ni siquiera democrática, cabe añadir.

A la democracia no le interesa la calidad buena o mala de la opinión de las personas, sino las condiciones de expresión de esa opinión. Ha de ser libre, ha de ser tenida en cuenta, ha de ser debatida, y finalmente asumida por el colectivo si así se ha votado mayoritariamente; y si ha sido minoritaria, ha de quedar recogida asimismo en la síntesis final, en todo aquello que no sea contradictorio con la opinión mayoritaria.

Ya el hablar de “opiniones” indica lo resbaladizo que resulta el terreno democrático. La gente suele preferir el suelo macizo de las verdades eternas y las certezas irrenunciables, cuando discute la política a seguir. A la gente le apetece llamar al contradictor “mentecato”, o “felón”, o cualquier otra cosa menos “bonito”. Si uno es partidario acérrimo de las esencias, cualquiera que las desconsidere se habrá hecho merecedor de inmediato del apelativo de “traidor”.

La vieja herramienta socrática del diálogo, el “hablando se entiende la gente”, sigue gozando de tanto prestigio social que no se puede rechazar sin más. Adelante con el diálogo entonces, dice la gente, pero siempre marcando de antemano unas líneas rojas inexcusables.

Claro que las tales líneas rojas cuidadosamente trazadas excluyen desde el principio cualquier entendimiento, en todos los casos en los que no se discute desde posiciones opinables sino desde trincheras repletas de valores esenciales.

La democracia es un engorro y está demasiado atravesada por límites incómodos. Exige presentarse en la tribuna pública dejando guardados en un cajón los valores esenciales que uno desearía enarbolar como una espada flamígera para aniquilar al enemigo felón. Es como un traje rígido cuyas costuras aprietan demasiado en determinados puntos.

La tentación recurrente entonces, y no me refiero única ni particularmente a Llach, es romper las costuras democráticas para sentirse a gusto. Es una operación frecuente, y las estadísticas enseñan que siempre se lleva a cabo en nombre de la democracia.