El arzobispo de
Tarragona, mosén Jaume Pujol, se ha referido a los casos de pederastia
acontecidos en su diócesis con las siguientes palabras, para enmarcar: «Los he apoyado y los continúo apoyando. Hay
personas que tienen un mal momento en la vida que los lleva a hacer algo de lo
que después quizás se arrepentirán toda la vida.»
Lamentablemente, la
realidad no responde a la edulcorada visión de su eminencia. El perfil de los
depredadores sexuales, ya sean pastores religiosos, preparadores deportivos,
maestros, psiquiatras o gurús, indica que los “malos momentos” en su vida se
repiten de forma consistente a lo largo de los años, en lugares, ocasiones y
con víctimas diferentes. La iglesia debería dejar de situarse a la defensiva en
este punto, entender que no se trata de un mal privado que solo la aqueja a
ella como institución, y colaborar en la represión y la prevención de una lacra
tan extendida como solapada bajo el marchamo respetable de la formación de
jóvenes.
Entre esas personas
jóvenes, según se va conociendo, se incluyen en un lugar muy especial los
propios alevines de la jerarquía eclesiástica: seminaristas, novicias, curas y
monjas jóvenes. No es improbable que quienes delinquen como pastores hayan sido
objeto antes de abusos como ovejas del rebaño. Se abre la vía de ese modo a una
perversión circular: yo te corrompo a ti para que tú, a tu vez, corrompas a
otros. Quico Pi de la Serra expresó desde la ironía esta realidad tan conocida/desconocida,
hace ya muchos años, en una canción antológica: «… I a les rodalies / munten cofradies / per arrambar l’api / a les abadies…»
(1)
Cuando mosén Pujol
dice la tremenda bajanada que queda consignada arriba, está pensando de forma
corporativa, ergo insolidaria. Piensa en no perjudicar la vida y la carrera de
unos compañeros de misión (en el sentido laico de la palabra), pero omite el
perjuicio terrible ocasionado en las vidas y las carreras de otras personas especialmente
vulnerables por su juventud, por su fe religiosa y por la exigencia de
obediencia ciega a la jerarquía. El delito perpetrado se configura, así, como un
monumental abuso de confianza.
La confianza es un
vaso de cristal finísimo que una vez roto es imposible de reparar. Su
conservación no puede depender en exclusiva de que no aparezca jamás el cuarto
de hora tonto que todos tenemos, según afirma la experiencia acumulada de
muchas generaciones. Pero hay instituciones, y la iglesia católica no es la
única pero sí ocupa un lugar destacado en el listado de las mismas, hay
instituciones digo que ponen amorosamente todo su cuidado, no en evitar la
rotura del valioso vaso, sino en unir los fragmentos con saliva de silencio y
pegamento de “comprensión” hacia el delincuente, y mantienen una actitud
externa de aparente normalidad desde la ficción de que el vaso sigue intacto.
Esa actitud tiene
numerosos daños colaterales que no son asumidos, ni reparados, ni prevenidos.
Hay dos clases de víctimas, para los pastores de las diferentes greyes al
estilo de mosén Pujol. Las víctimas de una clase merecen su comprensión
cristiana y su amparo caritativo: tuvieron uno, o muchos, malos cuartos de
hora.
Las otras víctimas innumerables quedan cubiertas por un manto de silencio
y de olvido, y cualquier denuncia y exigencia de reparación tropieza con el
muro inamovible del atentado a un “bien superior”. Estaría bueno que la
iglesia, que tanto bien prodiga a manos llenas, tuviera que indemnizar además a
las víctimas de manipulaciones que a fin de cuentas tampoco tienen tanta
importancia.
Posdata.- Apenas un par de horas después de colgado este post, leo en la prensa que mosén Pujol renuncia a seguir al frente del arzobispado "por razones de edad". Es del todo improbable que me haya leído, de modo que no voy a pretender que poseo poderes. Sin embargo la carambola en la doble serie de acontecimientos inconexos, tal como se ha producido, me parece bonita, y así lo consigno.
Posdata.- Apenas un par de horas después de colgado este post, leo en la prensa que mosén Pujol renuncia a seguir al frente del arzobispado "por razones de edad". Es del todo improbable que me haya leído, de modo que no voy a pretender que poseo poderes. Sin embargo la carambola en la doble serie de acontecimientos inconexos, tal como se ha producido, me parece bonita, y así lo consigno.
(1) Creo que no
hace falta traducción. Si alguien no entiende la expresión, corriente en
catalán, arrambar l’api (arrimar el
apio), puede imaginar sin esfuerzo su significado. El estribillo tampoco
precisa traducción: Sóc, no vull ofendre,
anticlerical.