Gabriel Flores, un
economista solvente, publica en Nueva Tribuna un estudio (1) sobre la
polarización en curso del trabajo asalariado. En sustancia: en España, pero
también en otros países de referencia (Francia, Alemania, Italia, Reino Unido y
EEUU) crece a buen ritmo el empleo muy cualificado y bien remunerado; crece
algo (y mal) el empleo no cualificado, y se derrumba el universo del empleo de
cualificación media, el predominante en la industria “tradicional” por llamarla
de alguna manera.
Conclusión: se ha producido una mutación decisiva en la composición del
mercado de trabajo realmente existente. La causa inmediata que ha acelerado el
fenómeno ha sido la puesta en marcha en occidente de una estrategia de
austeridad y devaluación salarial a partir de la crisis global del año 2008; en
ese marco se inscriben las sucesivas reformas laborales españolas, que desregularon
el mercado, marginaron a los sindicatos y pusieron en manos de la gestión
empresarial todos los instrumentos con que podía soñar para salir a flote a
costa del factor trabajo, hasta entonces considerado un activo patrimonial de
las empresas y que desde entonces ha pasado en los instrumentos de contabilidad
a formar parte del pasivo.
Si solo se tratara
de esto estaríamos hablando de una situación coyuntural. La mutación, sin
embargo, tiene causas de fondo más profundas, estructurales. Dice Flores: «Las
tendencias mencionadas no son nuevas, muchas de ellas son visibles y actúan
desde hace al menos tres décadas. Lo nuevo es su intensidad y su amplitud. El
desarrollo y la aplicación de la robotización y las nuevas tecnologías
digitales se han sumado a los anteriores movimientos de deslocalización de
actividades productivas hacia las economías emergentes de bajos salarios para
intensificar los procesos de polarización del mercado laboral, fragmentación de
la clase obrera, dispersión salarial y, especialmente, precarización del empleo.»
Hace ya algunos
años nos avisó de lo mismo José Luis López Bulla, en un escrito, “La parábola
del sindicato” (2), que no ha tenido el eco y la repercusión que merecía. Dice
así Bulla: «La madre del cordero no es la
globalización, sino la revolución industrial de esta fase con sus consecuencias
de innovación y reestructuración, y de ahí debe partir el sindicalismo
confederal desde el centro de trabajo, que llamaremos ecocentro de trabajo, en
continua mutación.»
No es mi intención
repetir análisis que están al alcance de cualquier lector interesado. El único
objeto de esta reflexión a contrapunto consiste en lo siguiente: recalcar que
también la surgencia de empleo “de calidad” altamente cualificado en el actual
panorama del mercado de trabajo va marcada a fuego con el signo de la precariedad.
En el mundo, posiblemente; pero muy en particular en España, donde la laxitud legal
hacia los comportamientos del empresariado ha desembocado en una picaresca
peculiar.
Ha desaparecido, o
casi, el concepto de “puesto de trabajo”, referido a una tarea prevista y
programada sobre la base de objetivos a medio y largo plazo. La instantaneidad,
el cortísimo plazo, se impone. Las plataformas como Uber, pero también las
empresas tradicionales para trabajos que requieren conocimientos muy cualificados, tanto en las técnicas de producción como en la gestión y en la asesoría, acuden al mercado de trabajo a partir de sus
necesidades inmediatas, y espigan en el gran contenedor de la fuerza abstracta de
trabajo disponible aquello que se ajusta a sus conveniencias en cuanto a la
tarea a realizar y al tiempo disponible para ello. Como el contrato laboral,
tal como está legislado, no se adecua a este tipo de práctica, se recurre al repertorio
comercial y a la ficción del freelance o
autónomo que contrata libremente servicios para varios dadores de empleo.
Pero suele añadirse
en el contrato, de forma explícita o implícita, la condición de la
disponibilidad permanente del oferente del servicio. Ha de estar a punto cuando
se le llame, y en la práctica se le hace imposible trabajar para varios dadores
de empleo e imponerles sus propias condiciones. Se encuentra así en una posición de
desigualdad manifiesta y de indefensión legal; es un rehén del empresario, y
este remunera sus servicios generosamente en el mejor de los casos, pero no le paga el tiempo
de espera, todos los huecos temporales cortos o largos en los que no lo
necesita.
Tampoco le paga,
obviamente, los gastos de prevención social. Desde los tiempos en que las
empresas se concebían como grandes familias, e incluso era de rigor tener de
forma permanente a pie de taller un médico de empresa al frente de una
enfermería, ha habido una progresiva dejación de responsabilidades sociales por
parte de las empresas.
No ha sido la única
dejación de responsabilidades: apunten además la de las obligaciones fiscales,
que se eluden mediante el establecimiento de las sedes centrales en paraísos fiscales a los
que se exportan los beneficios obtenidos a partir de una fuerza de trabajo
doblemente expoliada: por mal pagada, y porque ve recortado su bienestar social personal y comunitario debido al fraude fiscal de la firma para la que trabaja.
Se dan incluso picarescas más curiosas aún. Oigamos, para terminar este breve repaso a la precariedad
estructural, lo que dice Norma, una trabajadora de cierta cualificación, en un
libro reciente sobre los “parados en movimiento”: «Algunas empresas posiblemente estén sustituyendo el gasto en investigación,
basada en entrevistas o en grupos de discusión, y destinada a conocer las
necesidades de sus posibles clientes, por entrevistas de trabajo, elaboradas y
no pagadas, en las que las ideas de los candidatos ya sirven para ‘oler’ el
mercado. El trato impersonal, el mail en lugar de la llamada, o el cara a cara.
‘Ya te llamaremos’ y la llamada que no llega nunca. Es un juego perverso, en el
que se va perdiendo la esperanza, la alegría, el futuro.» (3)
(3) Pere Jódar y
Jordi Guiu: Parados en movimiento.
Historias de dignidad, resistencia y esperanza. Icaria, Barcelona, 2018.
Pág. 41.